Estimados amigos, coidearios cuya solidaridad me ayuda a mantenerme en pie de lucha con la lanza en ristre, nuevamente acudo a ustedes con un modesto escrito. Me apremia hoy compartirles un penosa experiencia que viví hace un par de días y que ilustra la innegable decadencia en la que ha caído el Ecuador.
El pasado martes me llamó mi amigo de larga data Mauricio Gándara, la verdad para ser más exactos es que me llamó su secretaria, para invitarme a una tertulia política. Entendí de inmediato que se trataba de una reunión de altísimo nivel con fines conspirativos, precisamente lo que la Patria hoy exige. Es obvio que mi gran amigo Mauricio, tras innumerables meses de codearse con políticos de segundo nivel, decidió apelar a mi experiencia, sólida reputación, profunda fe, moral indudable y consistencia ideológica en miras a , de una vez por todas, poner fin a la vorágine que consume al país.
La mañana de la reunión descubrí con pesar que se me había pasado por alto el acopio del dinero para el taxi. Llamé a mis hijos y sus cónyuges en busca de un posible modo de transporte hasta el sitio de la conspiración, pero ninguno contestó mis llamadas. Al fin y al cabo creo que fue mejor así, para no poner en riesgo su seguridad involucrándolos en una empresa tan peligrosa como ambiciosa. Sin otra opción, tuve que apelar a un mecanismo cuestionable: emplear el vehículo de mi amada esposa. Se trata de un Hyundai Excel que ella usa apenas para ir al Supermaxi de El Jardín. Consideré en ese momento que ella ni siquiera se enteraría.
Tras cinco años sin conducir por diversos factores, como falta de vehículo, prohibición médica e impedimentos que me pone mi hija, me puse al volante y salí rumbo a la gloria.
Existen profundas divergencias con respecto a las causas de lo que sucedió. El hecho es que se produjo una moderada colisión entre una furgoneta de transporte industrial y el Hyundai Excel que yo conducía. Salí ileso, al igual que los dos sujetos de raza mestiza y cultura andina que iban en el otro vehículo, aunque el daño material fue considerable. Me sentí aliviado al observar la presencia de un uniformado a pocos metros.
No pueden imaginar la profunda sorpresa que me embargó al ver cómo ambos tripulantes se conchababan con el policía, ofreciéndole dinero abiertamente. Extrañé mi juventud, cuando un incidente entre un blanco y un no blanco automáticamente se fallaba, por motivos de superioridad, a favor del blanco. Extrañé la presencia de un oficial de policía de apellido. En fin, el policía, naturalmente un mestizo de cultura andina, me miró, esperando que yo tomase parte en la subasta. Yo no tenía un peso, pero pensé que mi abolengo bastaba. “¿Sabe quién soy?”, pregunté. Esgrimí incluso diversos argumentos legales que, como abogado, domino con soltura. No sirvió de nada. Me acusaron de senilidad, de impericia, el policía se vendió, me detuvieron y, como si fuera poco, incluso llegó a hostigarme un grupo de militares, en tanto uno de lo agraviados resultó tener un hermano teniente.
Detenido en la Cordero, juré venganza repetidas veces, en esta vida o en la otra. Mi mujer acudió a mi celda y llorando me culpó del daño causado a su vehículo. Me contó que llamó a nuestros hijos, pero que ninguno contaba con recursos suficientes para socorrerme.
Fue mi yerno quien me rescató. Sin embargo, yo pensaba que sería por medio del desagravio y la imposición del sentido común. Pero no: fue a través de la coima. En lugar de que el general a cargo del lugar viniera a pedirme disculpas y me ofreciera toletear y bañar en agua fría a los mestizos como compensación, lo único que hubo fue mi cuñado poniéndome una sábana en la cabeza diciendo “hágase el loco Don Hernán, ya está todo pagado, nos vamos”.
Pude así evadir la prisión, pero mi yerno debió igualmente pagar por los daños causados a la furgoneta. Sin embargo, no pagó el arreglo del vehículo de mi mujer, lo cual nos ha puesto en la deprimente situación de mantener el vehículo averiado en el parqueadero del edificio, a la espera de tener un día los recursos para arreglarlo.
Hoy, mientras acompañaba a mi mujer en taxi al Supermaxi, pensé en lo que había salido mal. Fue un gran error de nosotros los blancos dejar de destinar hijos a la fuerza pública, ceder un espacio tan importante a los mestizos de cultura andina. No obstante, también tengo claro que mi incidente jamás hubiera sucedido de haber estado yo en un mejor carro y de haber tenido una buena chequera a la que echar mano. Algunos años atrás, todo hubiera sido diferente.
Prefiero no perturbar mi alma. Todo es cíclico y pronto llegará el momento de la reivindicación. Mi amigo Mauricio tendrá que esperar.