viernes, 26 de marzo de 2010

El uniforme profanado

Estimados amigos, coidearios cuya solidaridad me ayuda a mantenerme en pie de lucha con la lanza en ristre, nuevamente acudo a ustedes con un modesto escrito. Me apremia hoy compartirles un penosa experiencia que viví hace un par de días y que ilustra la innegable decadencia en la que ha caído el Ecuador.

El pasado martes me llamó mi amigo de larga data Mauricio Gándara, la verdad para ser más exactos es que me llamó su secretaria, para invitarme a una tertulia política. Entendí de inmediato que se trataba de una reunión de altísimo nivel con fines conspirativos, precisamente lo que la Patria hoy exige. Es obvio que mi gran amigo Mauricio, tras innumerables meses de codearse con políticos de segundo nivel, decidió apelar a mi experiencia, sólida reputación, profunda fe, moral indudable y consistencia ideológica en miras a , de una vez por todas, poner fin a la vorágine que consume al país.

La mañana de la reunión descubrí con pesar que se me había pasado por alto el acopio del dinero para el taxi. Llamé a mis hijos y sus cónyuges en busca de un posible modo de transporte hasta el sitio de la conspiración, pero ninguno contestó mis llamadas. Al fin y al cabo creo que fue mejor así, para no poner en riesgo su seguridad involucrándolos en una empresa tan peligrosa como ambiciosa. Sin otra opción, tuve que apelar a un mecanismo cuestionable: emplear el vehículo de mi amada esposa. Se trata de un Hyundai Excel que ella usa apenas para ir al Supermaxi de El Jardín. Consideré en ese momento que ella ni siquiera se enteraría.

Tras cinco años sin conducir por diversos factores, como falta de vehículo, prohibición médica e impedimentos que me pone mi hija, me puse al volante y salí rumbo a la gloria.

Existen profundas divergencias con respecto a las causas de lo que sucedió. El hecho es que se produjo una moderada colisión entre una furgoneta de transporte industrial y el Hyundai Excel que yo conducía. Salí ileso, al igual que los dos sujetos de raza mestiza y cultura andina que iban en el otro vehículo, aunque el daño material fue considerable. Me sentí aliviado al observar la presencia de un uniformado a pocos metros.

No pueden imaginar la profunda sorpresa que me embargó al ver cómo ambos tripulantes se conchababan con el policía, ofreciéndole dinero abiertamente. Extrañé mi juventud, cuando un incidente entre un blanco y un no blanco automáticamente se fallaba, por motivos de superioridad, a favor del blanco. Extrañé la presencia de un oficial de policía de apellido. En fin, el policía, naturalmente un mestizo de cultura andina, me miró, esperando que yo tomase parte en la subasta. Yo no tenía un peso, pero pensé que mi abolengo bastaba. “¿Sabe quién soy?”, pregunté. Esgrimí incluso diversos argumentos legales que, como abogado, domino con soltura. No sirvió de nada. Me acusaron de senilidad, de impericia, el policía se vendió, me detuvieron y, como si fuera poco, incluso llegó a hostigarme un grupo de militares, en tanto uno de lo agraviados resultó tener un hermano teniente.

Detenido en la Cordero, juré venganza repetidas veces, en esta vida o en la otra. Mi mujer acudió a mi celda y llorando me culpó del daño causado a su vehículo. Me contó que llamó a nuestros hijos, pero que ninguno contaba con recursos suficientes para socorrerme.

Fue mi yerno quien me rescató. Sin embargo, yo pensaba que sería por medio del desagravio y la imposición del sentido común. Pero no: fue a través de la coima. En lugar de que el general a cargo del lugar viniera a pedirme disculpas y me ofreciera toletear y bañar en agua fría a los mestizos como compensación, lo único que hubo fue mi cuñado poniéndome una sábana en la cabeza diciendo “hágase el loco Don Hernán, ya está todo pagado, nos vamos”.

Pude así evadir la prisión, pero mi yerno debió igualmente pagar por los daños causados a la furgoneta. Sin embargo, no pagó el arreglo del vehículo de mi mujer, lo cual nos ha puesto en la deprimente situación de mantener el vehículo averiado en el parqueadero del edificio, a la espera de tener un día los recursos para arreglarlo.

Hoy, mientras acompañaba a mi mujer en taxi al Supermaxi, pensé en lo que había salido mal. Fue un gran error de nosotros los blancos dejar de destinar hijos a la fuerza pública, ceder un espacio tan importante a los mestizos de cultura andina. No obstante, también tengo claro que mi incidente jamás hubiera sucedido de haber estado yo en un mejor carro y de haber tenido una buena chequera a la que echar mano. Algunos años atrás, todo hubiera sido diferente.

Prefiero no perturbar mi alma. Todo es cíclico y pronto llegará el momento de la reivindicación. Mi amigo Mauricio tendrá que esperar.

viernes, 19 de marzo de 2010

Con el alma abollada

Estimados hermanos de lucha y credo, una semana más vengo frente a ustedes con mis humildes reflexiones bajo el brazo. A mi edad quizás comprendan el valor que puede llegar a tener para un anciano el contar con una valerosa pléyade de lectores que, aunque distantes quizás, son capaces de entender sus estigmatizados puntos de vista. Ahora entiendo porque mi abuelo y mi padre siempre me enseñaron a escuchar con deferencia a los mayores. “Hay que respetar las canas” me decían. No solo es por lo mucho que uno aprende sobre la vida y el ser humano de sus bocas, sino por el regocijo que trae a sus añejas almas. Hoy, orgullosamente, siento que cosecho aquello que, de niño, sembré.

Me imagino que se pueden dar cuenta de que me encuentro afligido. Un reciente incidente me ha llevado a pensar con respecto a mis últimas semanas. ¿Cómo iba a saber yo que una de mis cuñadas trabajaba en la Secretaría de los Pueblos? ¿Que una entrañable amistad la unía a la negrita Ocles y a este indio Hernández que osa emplear el nombre de Virgilio? ¿Que era de confesión evangélica y frecuentaba una iglesia llena de cubanos? ¿Que mis nietos estudian en un colegio llamado América Latina en el que todos sus amiguitos son hijos de marxistas y masones que han doblado el lomo ante el indio, el negro y la mujer?

Nada de eso sabía yo. Y ahora resulta que Epaminondas, de seis añitos, el único nieto que me admira y respeta, se ha convertido en un apestado. El nombre de Epaminondas lo elegí yo, a manera de último deseo cuando sufrí un derrame cerebral y parecía que iba a morir, en honor al brillante y valeroso general tebano. Sus padres accedieron, imaginando que mi muerte era inminente, aunque después se lo cambiaron. Ahora le dicen Matías, pero para mí sigue siendo Epaminondas. En fin, el pequeño tebano, le digo así de cariño, tiene por mí tan profunda devoción que sus padres desde hace mucho le impiden venir donde mí a forjar su carácter y recibir su formación religiosa y política. No obstante, ya sabe leer sus primeras letras y fue capaz de encontrarme en ecuadorinsensato.com. Sin perder un segundo, compartió con sus compañeritos y profesores mis reflexiones, con todo el entusiasmo que se puede esperar de una criatura inocente movida solo por las más nobles intenciones.

Sucedió algo terrible. Al enterarse, profesores y padres de familia exigieron la salida de Epaminondas. Sus amiguitos, por órdenes paternas, lo marginaron inexorablemente y le endosaron el mote cruel de “el facho chiro”, evidentemente inventado por alguno de esos marxistoides padres y profesores desalmados y abusivos. El apellido Cordovez se convirtió en fuente de burla y deshonra, y mi nieto en un paria.

Me enteré de ello este martes, cuando vinieron mi hijo y su mujer a reclamarme. Me exigían que escribiese una carta abierta, pidiendo perdón, la cual debía ser publicada en ecuadorinsensato.com y leída en el patio del colegio el lunes. También me ordenaban abandonar mi espacio en ecuadorinsenato.com. Me amenazaron con desaparecer de mi vida y nunca más permitirme ver a Epaminondas si me negaba. Pero eso no fue todo. En medio de la discusión sentí una ira incontenible al ver cómo la entrometida runa de mi nuera no mostraba el más mínimo respeto hacia mí, sin que mi hijo diera una mínima muestra de conducción viril. “Puedes hacer lo que quieras”, le dije a mi hijo, ignorando a la insolente. “Pero quiero que sepas que, desde mi tumba, maldeciré hasta la eternidad el momento en el que renegaste de tu origen para ponerte al servicio de los ponchos rojos y las faldas sediciosas. Eres una vergüenza y una deshonra para todas las generaciones de Cordóvez que te precedieron y rigieron estos páramos”, sentencié.

Fue en ese momento trágico en que mi hijo me dijo “a diferencia de vos, yo no soy ni envidioso ni resentido y trato a la gente lo suficientemente bien como para que a tu edad tenga de qué vivir”. Por respeto a mi sangre, no ahondaré en las implicaciones de esa frase y en los sentimientos que despertó en mí. Me niego a dar realce a ese hijo que hoy aborrezco.

Debo, empero, reconocer que arrastro cierta amargura en mi alma. Hubiese querido ser capaz, como mi padre, mis abuelos y todos los que los precedieron, de dejar un legado de fortuna y porvenir a mi prole. Hubiese querido que mis nietos me amasen y admirasen como yo lo hice con mis antepasados y éstos con los suyos. Hubiese querido compartir con ellos todo lo que aprendí y viví. Hubiese querido ser un personaje conocido y respetado en los cuatro cantos de este país, como lo fueron mis ancestros. Lamentablemente, no es así. Tomé decisiones incorrectas en mi vida y las circunstancias no contribuyeron a paliar sus terribles consecuencias. Por ello, asumo hoy mi desdicha, pero con la frente en alto porque, a diferencia de los rojos, los indios o las subversivas, yo no culpo al resto de mis desaciertos.

Decidí emular a aquel general español al que, durante la Guerra Civil, los sitiadores le advirtieron que de no rendir el Alcázar de Toledo fusilarían a su hijo que mantenían prisionero. “Hijo, encomienda tu alma a Dios y al momento del fusilamiento grita ‘Viva España’, para morir como un caballero”, fue lo último que le dijo el general a su hijo cuando pusieron a éste al teléfono para demostrar que estaba con vida. Así, mi gran lector y amigo el Nando me enseñó a emplear las valiosas herramientas del Facebook y el MSN Messenger para ponerme en contacto con el pequeño Epaminondas. Le expliqué, a través de los canales virtuales, que era hoy su deber resistir con hidalguía, que todos los grandes hombres atravesaron momentos similares, que más adelante cuando creciera debería adoptar el nombre de Epaminondas y defender el legado Cordovez. Debería, ante todo, defender su raza, su tradición, su familia y su religión de las amenazas del color que fuesen. Luego, me despedí para siempre. Estoy seguro de haber sembrado una semilla.

Espero me perdonen el ánimo que hoy me embarga.

viernes, 12 de marzo de 2010

Los nuevos libaneses

Reciban de mi parte un cordial saludo, amigos y coidearios que ocupan mi mente a lo largo de toda la semana. Los recuerdo constantemente con el afán de entregarles siempre una reflexión útil que les aclare aquellas verdades que la bruma de la sociedad moderna oculta a conveniencia.

A mi edad, estaba seguro de que ya había conocido todas las amenazas y plagas que carcomieron, carcomen y carcomerán al Ecuador: corrupción, abandono de la tradición, desintegración de la familia, sedición feminista, drogadicción, marxismo y sus derivaciones, sodomía y excesiva experimentación sexual, masonería, y un considerable etcétera. Pero a veces la suprema verdad de que “no hay nada nuevo bajo el sol” trastabilla. Como ahora, cuando una nueva amenaza al Ecuador ha llegado. Entremos en materia.

Todo empezó tres semanas atrás, cuando estaba forzosamente exiliado en casa de mi hija. Mi yerno llegó a altas horas de la noche. Había bebido en demasía. Alcancé a escuchar como antes de entrar al hogar, al despedirse de los colegas con los que había pasado esa noche, gritó “¡Qué bestia! ¡Qué buenas esas cubanas! Y baratito, ¿no? La próxima semana regreso de ley”.

Fue el primer incidente, pero sobrevinieron otros. Cuando acompañé una tarde a una de mis nueras a retirar a uno de mis nietos de los predios de la Concentración Deportiva de Pichincha pude notar que todos los entrenadores eran cubanos. No pasó mucho antes de que mi señora mujer llegase un día, con algunas reformas a su cabello, contenta y alegre, alabando las destrezas de su nueva peluquera cubana.

Días después supe que mi compadre Ezequiel, un hombre de talante con ochenta y siete años a cuestas y otra víctima de los banca privada de 1999 que apenas tiene para vivir, fue estafado por un grupo de cubanos. Lo envolvieron con charlas y ofertas económicos que, aunque no entiendo bien cómo sucedió, culminaron con los cubanos llevándose los pocos dólares que le quedaban a don Ezequiel bajo el colchón.

La semana anterior pasaron tres vendedores ambulantes tocando la puerta de nuestro departamento. Todos ellos cubanos. Después, me entero que una de mis nietas, de quince años de edad, anda con un novio cubano de casi treinta. Es demasiado.

Hoy salí en la mañana a dar mi paseo habitual por La Granja, el conjunto de edificios en el que les he contado en ocasiones anteriores que resido, molesto aún por estos sucesos. En ese momento, me saluda un nuevo guardia, recién contratado por la urbanización. Su acento era innegable. “¿Cómo etá mi Don? Qué beya mañaa, ¿,veá? Y uté siempe amaeciendo tan tempráo”. No pude evitarlo. Mi bien heredada gallardía y altivez castellana entraron en juego. “Escúchame, cubano”, le dije. “No me vuelvas a dirigir la palabra. No soy tu amigo. No estás en tu isla comunista: aquí, mantenemos las diferencias y distinciones entre clases y oficios”.

Pensaran que el isleño me golpeó, que empleó su ímpetu revolucionario para la fácil tarea de hospitalizar a patadas a un anciano. Pues, he ahí el punto, se equivocan: no pasó nada. El comunista bajó la cabeza, pidió perdón y siguió haciendo lo que todo cubano hace: nada. Arrastrarse frente al superior es una actitud consuetudinaria en el caso de seres humanos educados bajo ese sistema.

No soy xenófobo. Soy vagófobo, lacayófobo, charlatanófobo, degenarodófobo, escoriófobo. Defender la inmigración es absurdo, en el sentido de que no se puede defender un método olvidándose de la sustancia. Estar a favor la inmigración es como estar a favor de las transfusiones sanguíneas; a veces sirve, pero recibir a ciertos grupos es como recibir viruela, SIDA o hepatitis B.

Muchos defienden la inmigración apelando al positivo efecto que italianos, alemanes y españoles tuvieron en ciertas zonas de América Latina. O citan el caso de Estados Unidos. Lo que olvidan es que, en el caso ecuatoriano, por ejemplo, los inmigrantes han sido un lastre horrible que, cada vez que hemos amenazado con progresar, nos han enviado cincuenta años de vuelta. Los libaneses y palestinos, por ejemplo; yo era un niño cuando esos turcos, con gorro y barba, empezaron a llegar a Guayaquil. Fueron la peor plaga, con su costumbres mafiosas, su comportamiento criminal y su irrespeto por todo. Lo corrompieron todo y ahora, gracias a ello, son dueños del país. Lo mismo sucedió con los colombianos recientemente, con los chinos en ciertas zonas y, como olvidarlo, con los venezolanos y neogranadinos al inicio de la república.

Los cubanos son una de las peores influencias a las que se puede exponer el ecuatoriano. Los conozco bien, desde hace décadas, de mis estadías en Estados Unidos y mis labores gubernamentales. El cubano es un peligroso híbrido que combina la mezquindad y el resentimiento del indio, la astucia y codicia del montubio, y la lujuria, precariedad y aguante del negro. Francamente, me es difícil imaginar una raza más proclive a entregarse a los vicios capitales.

El cubano ya era así por la mala mezcla de la que nació. El comunismo y su sistema dictatorial no han hecho sino agravar la degeneración. En tanto un ser humano común nacido en una civilización corriente piensa en qué hacer, qué aprender, qué administrar, para ganarse la vida, el cubano solo piensa en a quién debe agradar y a quién debe arruinar. A la larga, de eso depende en el comunismo caribeño que alguien viva bien, viva mal o muera. Los ecuatorianos somos niños de pecho frente a esos monstruos, que se han pasado arrastrando y lamiendo botas desde 1959, vendiéndose unos a otros como ratas alborotadas.

Me opongo a los cubanos. Nuestro pueblo está ya suficientemente confundido. Exponerlo a la influencia cubana sería una soberbia que pagaríamos con una impensable propagación de vicios y prácticas aberrantes hasta hoy desconocidas. No podemos repetir el error que cometimos con los libaneses. ¡Patria o muerte! Lo digo en serio.

jueves, 4 de marzo de 2010

Uno por la Patria

Saludos, estimados amigos y coidearios. Gracias por tomarse, una vez más, la molestia de leer mi humilde columna que, semanalmente, elaboro con tanta dedicación y buena fe. Tengo la dicha de anunciarles que mis calamidades familiares han llegado, desde esta semana, oficialmente a su fin.

Mi señora esposa ha tenido un súbito momento de debilidad, combinado con un arranque de amor y soledad, y me ha aceptado de regreso. No solo de regreso en la casa, sino también en su corazón y en su lecho (olvídenlo, no entraré en detalles, ya que un caballero no tiene memoria).

Con mi hija sucedió algo similar. Aparentemente el médico le recetó algo fuerte, porque el viernes pasado estaba absolutamente cariñosa y abnegada conmigo. Lo único que me preocupó es que estaba empleando la misma voz, los mismos gestos y el mismo vocabulario de cuando tenía entre nueve y once años.

En fin, mi alegría fue tal que decidí organizar una cena familiar con toda mi prole. Sentí un súbito deseo de reunirme con mi mujer, hijos, nietos y mi bisnieto. Cabe recalcar que eso excluiría a mi yerno y mis nueras (fundamentalmente a éstas últimas, que me desagradan sobremanera), fundamentalmente por motivos económicos, ya que cuesta un mundo alimentar a casi treinta bocas. Pese a ello, mi esposa insistió en incluir a todos así que, ni modo, tocó pedir cuota; lo cual en mi familia equivale siempre a que el esposo de mi hija terminará pagando todo, porque mis hijos no tienen y, así tuvieran, las muertas de hambre de sus mujeres les regatearían hasta el último centavo.

Nos reunimos todos. No pude evitar recordar una ocasión, yo habré tenido unos quince años, en que nos reunimos toda mi familia en la hacienda, a inicios de los años cincuentas. Estaban mis abuelos, mis padres, mis tíos, todos mis primos. Éramos una familia inmensa. Recuerdo haber observado al abuelo, Don Galo Augusto Cordovéz Riofrío, que para ese momento tenía más de noventa años, sentado en la cabecera. En ese entonces, joven y ya metido de cabeza en las angustias de la vida, pensé en la mucha satisfacción que debía sentir mi abuelo al ver, al cabo de una vida de esfuerzo, que dejaba dos generaciones de su familia con el futuro asegurado, la semilla bien guarecida. Carajo, ¡qué hombre era Don Galo!

Esa es la desgracia que me ha tocado vivir. No está bien maldecir ni ser ingrato, pero admito que ayer me carcomía la rabia. Recordaba la sala de la hacienda, mi familia, Don Galo, toda esa solemnidad. Ochenta años después, cuando debería yo estar ahora tomando el lugar de Don Galo, lo que me toca es un departamento percudido de La Granja, comiendo en mesa y sillas Pika mientras mi yerno ve todo con cara de asco y los nietos no paran bola, sino que juegan a bailar reguetón, o como se diga. Y mis hijos, ¡Señor, lo peor son mis hijos! Qué falta de educación, que mal vestir, que sentido del humor tan vulgar, falta de roce social, un nivel de conversación desastroso. No entiendo cómo no lo vi venir. Y, claro, obvio, metidos hasta el cuello en problemas económicos y sin poder dejar de hablar de ello.

Pasé la tarde sumido en la melancolía luego de ese encuentro. Afortunadamente, tenía nuevamente conmigo a mi señora para consolarme. Es increíble como la desgracia, la calamidad y la decadencia son poderosos afrodisíacos que despiertan el amor. Al ver la sinceridad y el cariño con el que me abrazaba, pese a ser un fracasado a carta cabal, sentí que la quería más que nunca.

Pero todo deja lecciones. Cuando bajé al parque a caminar me encontré con la vecina jugando con su hija. La señora tiene poco más de 30 años y su hija alrededor de 12. Qué criaturas más hermosas, qué educadas, que alegría que de vivir que irradiaban. Y claro, la señora, yo lo sé, no es más que la hija ilegítima de Fabián, un amigo mío de infancia que ya descansa en paz. Su madre fue una machaleña que Fabián se trajo en calidad de amante y a la que, justamente, dio de regalo un departamento en La Granja. Claro que con el tiempo a mi amigo se le pasó la novedad, fue envolviéndose nuevamente con su familia y la señora machaleña pasó al olvido. Pero, ¡he ahí el hermoso fruto de esa pasión!

Con las mujeres también sucede, debo admitirlo. Un elegantísimo e inteligente hombre público, cuyo nombre omito por respeto, es el hijo que una prima mía tuvo con escasos dieciséis años, siendo el padre un comerciante libanés muy pobre, casado, que rondaba los cuarenta y la sedujo furtivamente en una de sus visitas de ventas que hacía a la casa de ella. Fue un escándalo terrible y hasta quisieron que yo, que tenía veinte, me sacrificara por la familia y me casara con ella, asumiendo el crío. Valga decir que me negué.

Sin embargo, ahora que veo a ese bastardo (hay que llamar a las cosas por su nombre) no puedo sino impresionarme. ¡Qué belleza, qué estirpe, qué clase de ese sujeto! Más aún si lo comparo, por ejemplo, con mis retoños. Si ese tipo no tiene al menos treinta hijos sería un desperdicio. Es como con mi hija, excepción en tanto y en cuanto proviene de otra raíz.

Hay que mantener siempre la familia y el matrimonio como lo que son, es decir, pilares de nuestra sociedad. No obstante, todos sabemos que la lujuria y la belleza no suelen estar muy presentes en las bodas correctas y convenientes. Por eso, por mejora de nuestro pueblo, embellecimiento del mundo y progreso de la humanidad, creo que es importante que todos intentemos siempre tener, además de nuestra familia, un hijito extra por la Patria, con una mujer diferente, que sea bella, saludable y llena de vigor. Trae problemas a corto plazo, pero inmensas alegrías al final de cuentas. Sería un hermoso paso hacia un mundo mejor. Escuchen la voz de la experiencia.

viernes, 26 de febrero de 2010

Mujeres metidas

Estimados amigos, muchas gracias por, una vez más, acudir a esta página a leer mis reflexiones que con tanto gusto elaboro para ustedes. Ante lo sucedido esta semana quería dedicarme justamente a un tema eterno, es decir, de esos que siempre generan contenidos, pero nunca cansan ni pasan de moda. Obvio, amigos: estoy hablando de las mujeres.

Empecemos admitiendo que cuando uno es joven, el ochenta y cinco por ciento de las opiniones, juicios y pensamientos que uno expresa sobre ellas no tienen más fin que seducirlas. Es decir, no decimos la verdad, ni siquiera decimos lo que pensamos, sino aquello que creemos que puede ser efectivo para ganarnos sus favores. A mi edad, una vez que la vorágine sentimental y hormonal ya ha pasado, ya es posible ver las cosas con claridad.

Escribo esto a raíz de la sorprendente cantidad de mujeres que había en la marcha de la semana pasada. Mi primera reacción fue pensar “no deberían estar aquí”, así que decidí hacer un conciso post para ecuadorinsensato.com acerca de las cosas que las mujeres no deben hacer.

Para ello, debemos partir de una consideración importante, la cual será nuestra brújula: todas aquellas cosas que solo las mujeres pueden hacer. La primera, por motivos biológicos, es, obviamente, parir. La segunda, amamantar y criar al bebé durante esos primeros años en los que no importa mucho si no es niña o niño. Tercero, administrar el hogar (algo que todo el que haya visto las condiciones de vida de un solterón, divorciado, viudo o marica, que vivan sin mujer, puede constatar). Cuarto, criar a las mujeres de la casa. Quinto, ser el sostén de la moral en la familia, es decir, el último dique frente a las tentaciones y la corrupción. Estas son las tareas naturales de la mujer.

No voy a ponerme a discutir al respecto porque sé que toda persona con dos dedos de frente y un mínimo de experiencia sabrá reconocer que digo la verdad. Ante ello, quiero mencionar las cuestiones que las mujeres no deben hacer y que, al hacerlo han causado una terrible conmoción social.

La primera es meterse en el mundo laboral. Es decir, ¿por qué será que antes, cuando yo era joven, no había desempleo y uno encontraba trabajo en una tarde si quería? Obvio, porque antes de que se metieran las mujeres éramos solo la mitad de trabajadores. No solo eso, sino que al meterse las mujeres han descuidado sus labores antes mencionadas, lo cual ha conllevado la desintegración familiar. No solo eso, sino que la presencia de mujeres en los puestos de trabajo ha implicado un violento descenso de la productividad. Yo sé que el trabajo del hogar es trabajo, incluso más duro que muchos trabajos masculinos, así que propongo que todo jefe de hogar le reconozca mensualmente un sueldo a su esposa; dinero que será de ella y solo de ella.

La segunda es meterse en la política. La política era antes algo más coherente: es decir, típica de varones. Había una profunda racionalidad y, cuando esta no servía, una profunda violencia. Pero nada más. Daba gusto ver las polémicas políticas de antes. No había esa mediatintez, mezcla de educación, mojigatería, mediocridad, chismerío y pelea sin cuartel que hay desde que las mujeres se metieron. La política se volvió algo mucho más desagradable, que aleja a todos los hombres de valor del país, desde que la Dra. Robalino Bolle y otras comenzaron a colarse en la fiesta.

La tercera es meterse a educar, en la familia, a los hijos hombres y, en la sociedad, a chicos que no sean de primaria. O sea, las mujeres deben criar a los bebés de pecho y a las hijas, pero cometen un daño terrible cuando se meten en la crianza de los hijos. O sea, en mi época cumplidos los ocho años uno no volvía a sentir la influencia de la madre. Ahora, las mujeres participan en la crianza y decisiones de sus hijos hasta cuando tienen treinta años, ¡he ahí el origen de la flojera nacional y la perversión de los valores! Igual que en el sistema educativo. Ahora hay mujeres que enseñan hasta en la universidad. ¿De dónde creen que viene toda la educación maternal, formadora de seres sin carácter, que hoy tenemos?

La cuarta es meterse a solitarias independientes. Esa condición es como la pereza, o sea, la madre de todos los vicios anteriormente mencionados. Una mujer sola con ínfulas de autosuficiente es una máquina de irradiar problemas y desgracias a su alrededor. Es normal; todas las cosas que no cumplen su función natural, están condenadas a crear conflicto. Mujeres así están eternamente buscando una forma de superar sus complejos y llenar sus vacíos, y en el proceso causan daño a todo el mundo. Piensen en las diez mujeres más detestables que conozco y les aseguro que al menos el setenta por ciento son mujeres solas. Una mujer que no reconozca que tener un hijo es la máxima alegría que puede sentir es una demente o una arpía.

Entiendo que siempre habrá casos de mujeres salidas del redil que querrán hacer lo que les dé la gana. Eso ya no se puede evitar. Lo que sí estoy seguro es que si la mayoría de las mujeres obedecieran estos postulados, viviríamos hoy en un mundo mucho mejor. Pienso en esto luego de todos los contratiempos que mi mujer me hizo pasar estas últimas semanas y tras ver a mi hija encerrada en su cuarto, sin salir, atiborrada de calmantes. La verdad es una sola.

jueves, 18 de febrero de 2010

Todo se olvida

Carajo, qué semana que he tenido. Cansado de tanta tontería y harto de los problemas. Terminé en la casa de mi hija, durmiendo en el cuarto de visitas. Es un cuarto más grande que todo el departamento que arrendamos en La Granja, pero no es lo mismo. La verdad, y espero que entiendan a un hombre de mi edad, es que extraño a mi mujer. O sea, es como que una vez que envejece la mitad de la humanidad te huye, como si les fueras a hacer que te cambien el pañal, y la otra mitad no te toma en serio, como si tuvieras ya Alzheimer.

Eso fue un poco lo que pasó aquí. Mi nuero es muy hecho el sonreidito, pero siempre me dice dos palabras y de ahí sale corriendo. Mi hija anda hecha la que tiene tareas del hogar todo el tiempo, pero tiene cuatro empleadas así que sé que es solo para no hacerme caso. Las empleadas, más les vale, no me dirigen la palabra, como debería ser y mi nieto me odia desde que le dije flojo, así que ando bien aburrido.

Aproveché al menos el tiempo para leer tres veces al día los periódicos, he encontrado ciento setenta y cuatro errores, los cuales han sido ya debidamente reportados a los editores, y diversa literatura que compré en Librimundi del Centro Comercial La Esquina con la tarjeta de mi hija.

Ya estaba hasta acostumbrándome hasta que mi hija se enteró que había escrito sobre su origen en ecuadorinsensato.com Cómo iba yo a saber que la página terminaría haciéndose famosa. Me vino con llantos y reclamos, y por más que le expliqué que todos los que importan, desde su esposo hasta su hijo, ya saben la verdad, no entendió. Se puso a gritar, a decir que las esposas de los amigos del marido, que las de los aeróbicos, que las del club del libro. En fin. Ha pasado desde anteayer metiéndose antidepresivos, durmiendo en el cuarto y no sé qué va a pasar.

En mi época no éramos tan flojos. No había antidepresivos. Había trabajo. Cuando uno está ocupado no piensa tonterías. Esa y otras tonterías de estas nuevas generaciones me han pasado por la cabeza. Sobretodo ayer de noche que vinieron a visitarle unos amigos de mi nuero. Qué maravilla, resultaron ser sobrinos y nietos de conocidos míos. Desde que les ví las caras noté que eran buena gente. Me senté con ellos y se me hinchó el pecho del orgullo al escuchar lo bien que les iba con sus negocios, las actividades a las que estaban dedicados. Eran la nueva punta de lanza de la regeneración ecuatoriana.

Muchos de ellos, dos en especial, eran sobrinos de hombres a los que yo, personalmente, ayudé. Fue en esa época terrible de la reforma agraria, cuando mucha gente de renombre y prestigio incuestionable se quedó sin nada. Al abuelo de un tercero de ellos mi padre le dio una hacienda modesta luego de que su mujer se escapara con todo el dinero, vendiendo unas tierras. Claro que, por educación, no mencioné el tema.

En fin, tras varios whiskys en los que aproveché para compartir con los jóvenes mis visiones del país y recordarles sus orígenes, sentí que se había roto el hielo. Les hablé de mis hijos que, en general, no han tenido mucho éxito aún, en gran parte por falta de oportunidades y de relaciones como las que su padre y su abuelo tuvieron. Les pregunté que si no tenían algún puesto, alguna posición que pudiera serles de ayuda, solo hasta que mis hijos, como seguramente lo harían, demostraran su valor.

Los desgraciados se negaron. Es más, me miraron horrorizados. Así son estos huasicamas venidos a más. Se olvidan de cuál fue la mano que les soltaba el lazo y les llevaba a pastar. Lo que yo hice por sus padres ellos no lo hacen por mis hijos. Miserables, y mejor lo dejo ahí porque me sube la presión.

Hoy, aún sin reponerme del golpe de la deslealtad, decidí marchar junto a Carlos Vera. El señor ese no es ni serrano ni hacendado, pero digamos que a buen hambre no hay pan duro y que, a no más haber. Mi hija no sale del cuarto y mi nuero se hace el loco, así que les ordené a las empleadas que me llevaran. Una de ellas, junto con mi nieto, me dijo que me llevaría. No sé por qué me llevó en taxi a tomar helados. Okay, me pareció buena la idea, pero cuando le decía a mi nieto que ya nos fuéramos del Corfu de Cumbayá a la Carolina escucho que la empleada le dice que me siga la corriente, que ya mismo se me pasa y me olvido. Eso sí que no, carajo. A mis ochenta y dos años, aún pude asestar una bofetada como las de mi juventud, a la china desubicada. Afortunadamente la policía entendió con quién estaban tratando y no se pusieron tontos.

En un acto de dignidad fui a la marcha, gloriosa marcha, de la que hablaré más adelante y me recordó mis tiempos de arnista en los que éramos cuatro pelagatos, pero valientes. Afortunadamente encontré un amigo que me trajera de vuelta, el sí nieto digno de un paisano.Pero que me largo de esta casa mañana, me largo. Espero que mi mujer lea esto para que sepa lo mucho que la extraño.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Desde el sofá

Estimados, qué alegría poder compartir nuevamente con ustedes estas líneas. Aunque esta vez tendré que referirme a un capítulo en específico debido a la ira que me embarga.

Ayer acababa de llegar del lanzamiento de “The Longo Connection” del doctor Osvaldo Hurtado, un libro conmovedor (si no lo han leído también pueden leer su versión en español “Las costumbres de los ecuatorianos”) que a mí particularmente me cambió la vida. Hasta el día de hoy, al meterme a la cama, siempre leo una media página de esa obra y reflexiono sobre ese trecho hasta que me quedo dormido. El evento fue una maravilla y me emocioné casi hasta las lágrimas de ver tantas personas de educación, alcurnia y apellido juntas. Claro que también estaba ese Ordóñez, que no me gusta para nada y a quien considero uno de los grandes culpables del desprestigio de la derecha. O sea, tal vez es muy educado, pero con esa pinta…

Regresé a mi casa en la noche, sintiéndome medio mal porque me tomé unos vinitos. Para variar me tocó aguantarme los reclamos de mi señora porque comenzó a decir que estaba comportándome como un borracho. Como ya me tocó dormir en la sala, por culpa de ella, y no tenía sueño, aproveché para leer la página de este muchacho Guarderas Hayek que escribe en ecuadorinsensato que, hay que reconocer, está muy divertido. Tengo serias divergencias políticas con él y, de ser el mismo Bernardo que mi hijo dice que es (trabaja en Cordes), no creo que tenga gran futuro. Pero sus escritos me agradan.

En fin, cuando Guarderas mencionó los establecimientos nocturnos y lupanares, confieso que en mí se agitaron mareas que llevaban largo tiempo calmadas. He invertido gran parte de mis últimos años aprendiendo a dominar las computadoras, así que no resistí y, haciendo uso de mis habilidades tecnológicas, visité diversos lugares para adultos.

Debo reconocer que cuando veo videos e imágenes de dicha índole, mi primera reacción de sorpresa, ante la belleza indescriptible de ciertas modelos. Luego, sobreviene la tristeza, al ver el tipo de hombres con que están y el oficio en el que están involucradas. Por último, lo que me embarga es una sencilla y poderosa respuesta anatómica instintiva que cualquier entiende.

En fin, me hallaba en esos quehaceres, más por curiosidad y nostalgia que por lujuria, cuando mi mujer apareció. Claro, me había mandado a dormir en el sofá, pero una hora después le cogió cargo de conciencia y venía a buscarme. El verme observando a esas señoritas despertó en ella una serie de rencores pasados, de décadas atrás, que llevaban tiempos sin reavivarse.

Como insisto siempre, a mi edad ya no voy a andarme preocupando de hipocresías y secretos. Peor aún en esta ciudad en la que todo, sobre todos, se sabe. En fin, mi primer encuentro sexual, como era lo usual en ese entonces, fue con una india de la hacienda. Hasta ahora recuerdo la escena: yo con doce años, la indiecita de unos diecisiete, riéndose, roja de nerviosa, mis primos afuera haciendo barra y riéndose, y yo sin poder dar pie con bola. Esa vez no hubo amo, pero debo reconocer que descubrí que esas actividades me encantaban. Luego, el resto de mi adolescencia y vida de soltero la pasé frecuentando prostíbulos, con la bendición social y religiosa. En esa época nos señalaban que era mejor eso que cualquier otra opción: las prostitutas al menos ya estaban condenadas al infierno, a diferencia de las otras chicas que corríamos el riesgo de seducir y violentar su pureza. Ese raciocinio me fascinaba en mi juventud, me pareció horroroso en mi adultez, pero ahora de viejo la verdad es que no me parece tan inapropiado; es verdad que es poco humanitario con las golfas, pero más allá de eso lo hallo muy lógico.

También pasé mis años de estudiante frecuentando a una mujer casada, de la cual puedo decir que me enamore perdidamente y casi me volví loco imaginándola con su marido cada segundo que no estaba conmigo. Después, conocí a mi primera mujer, me enamoré de forma prudente y me casé. El amor duró un tiempo y luego sobrevino el terrible dolor de la monogamia. Debo reconocer que ella se dio al descuido y resultó una pésima mujer. Cuando murió debido a una fuerte anemia que le complicó a inicios de su primer embarazo, debo reconocer que me embargó un profundo alivio al momento de salir, por fin, con tranquilidad a echar una canita al aire. Alivio que se vio eclipsado cuando descubrí que ella había tenido un amante todo ese tiempo.

Vino luego mi segunda mujer, la cual me acompaña hasta hoy y ha sido una excelente esposa. En mi favor, debo decir que, hasta ese entonces, durante todo mi matrimonio primero y casi quince del segundo, me resistí a poner en práctica una tradición típica, marca de estatus, de mi generación: la moza. Llegado el momento no aguanté. Debo confesarles lectores que mi hija, no se preocupen, todos los involucrados han estado siempre al tanto, no es hija de mi esposa, sino de una pasión prohibida de la provincia de Manabí. La conocí en mis años de funcionario de la Junta Militar en un caserío perdido. Me dejó mi hija más querida, a cambio de un montón de dinero para desaparecer sin abrir la boca ni armar más escándalo. Mi mujer terminó por aceptarlo, con el tiempo y mi hija se lo tomó bien cuando le llegó la hora de enterado.

Después de eso, nunca he sido infiel y he mantenido una estricta política de monogamia, en mi caso y en el de mi mujer, de abstinencia prematrimonial, en el caso de mi hija, y de todo menos embarazo en el caso de mis hijos. Sin embargo, parece que no sirvió de nada y ahora ando aquí, en casa de mi hija, porque mi señora me encontró viendo esas páginas y ya comenzó de una despotricando contra la manabita.

No entiendo como puede ser una mujer tan buena en ciertos aspectos, y absolutamente irracional en otros. La culpa, creo yo, la tiene esta esquizofrenia social que ha hecho que las mujeres se metan de cabeza en el sexo. Obvio ¿qué sucede? La sociedad las insta a mirar, pero las buenas, como mi mujer, no lo hacen del todo, entonces se quedan a medias (claro, las malas se meten de cabeza) y quedan todo confundidas. Mejor, y eso no puede ni debatirse, es que las mujeres estén absolutamente aisladas de eso. Si no, entienden mal las cosas y todos terminamos durmiendo en el sofá.