miércoles, 27 de enero de 2010

Peligrosamente contagioso

Ya en el ocaso de mi vida, el tiempo para reflexionar me sobra. La única tarea semanal que tengo es escribir este modesto blog para ecuadorinsensato. De ahí, las horas se me van entre lectura, escuchar la radio, caminar lentamente por las calles y jugar con mis nietos y nietas chiquitos y mi reciente bisnieto, si es que vienen a visitarme. O recibir visitas de mis hijos y parientes mayores, pero eso ya no es tan divertido.

En fin, menciono esto del tiempo para reflexionar porque es esa capacidad de meditar durante largos ratos la que ahora me da una claridad que ya hubiera querido tener en mi juventud. Por ejemplo, ayer me pasé la mañana, desde las seis, hora a la que me despierto, observando a los vecinos de en frente. Vivo en los Condominios La Granja, en un tercer piso y el edificio da a la calle, justo en frente de una casota de dar envidia a la que estos señores llegaron hace poco. En fin, después de observarlos, una extraña molestia se apoderó de mí y me acompañó por el resto del día. No entendía qué era.

Solo caí en cuenta de lo que me sucedía cuando, esa noche, mi hijo, el segundo de ellos, vino a visitarme y me contó que iba a cambiar a mi nieto de colegio. No sabía si ponerlo ¡en el San Gabriel o en el Benalcázar! Dios Santo, casi me muero. Me explicó que estaba mal de plata, que ambos eran buenos colegios, baratos, y que su niño ya tenía doce años por lo que había que aprovechar para meterlo en una secundaria de calidad. Ahí entendí qué era lo que me estaba amargando, aquello que tenían en común mis vecinos con el San Gabriel o el Benalcázar: longos.

¡Sí, señor! ¡Longos! Y a mi edad, con las canas que me pintan, no me atemoriza decirlo. Cuando yo era joven, longueaba a todo el mundo; muchas veces injustamente, debo admitirlo. El calificativo fue cayendo un poco en desuso hasta que después, desde mediados de los ochenta, se ha ido convirtiendo en una especie de palabra impronunciable. Ahora, sin embargo, tras largas meditaciones, entiendo la importancia de ese término y sus implicaciones.

No quiero que mi nieto entre en el San Gabriel por un sencillo motivo: no quiero que se contagie de actitudes longas. Es decir, yo estudié ahí, pero en mi época la gente era de lujo. Uno aprendía conocimientos, pero también, lo más importante, actitudes. Después los curas comunistas dejaron que entrara cualquier hijo de vecino y ¡ahí está! Cometí el error de meter a mis hijos ahí, por ejemplo, y ya me salieron con el hablado y el comportamiento medio chueco. Si vieran las mujeres con las que se me fueron a terminar casados. Son tan vulgares y feas que mi mujer nunca les ha dirigido seriamente la palabra. Recuerdo que casi me muero cuando descubrí que mi hijo era compañero, y gran amigo, del nieto de uno de los choferes de la hacienda de mi padre cuyos descendientes habían venido a la capital.

Menciono esto porque, aunque el San Gabriel o colegios similares sean muy buenos en la información que dan, basta ver los profesores y alumnos que tienen. Cuando los veo a las siete de la mañana me da ganas de sacar el fuete y mandarlos a sembrar papas a todos. Por eso ya no voy a misa ahí, sino en El Condado, en la Iglesia de la Paz o en la Primavera cuando mi hija me lleva.

¿Qué tiene de malo esa gente? Pues que esas actitudes son contagiosas, peor a esa edad. La mezquindad, la cobardía, la montonera, la suciedad, la sapada, la vagancia, la mentira, el alcoholismo de indio, el hablado, todo eso se copia a esa edad.

A veces veo el declive que hemos tenido en mi familia y recién hoy lo entiendo. Es decir, mis hijos tuvieron una vida más dura que la que tuve yo y parece que mis nietos la tendrán peor hoy. El motivo principal, no me cabe duda, fue la confusión que tuve y los lugares a donde los envié a educarlos; en colegios llenos de profesoras longas y compañeritos que en mi época hubieran estado limpiando los zaguanes. Ahí, desde niñitos, se les pegaron malas costumbres, terminaron mal casados, con mala actitud, y con esos mis nietos que, aunque los quiera mucho, debo reconocer que ya no tienen aspecto de Cordovez.

La excepción fue mi hija, con quien me hice el gasto y la envié al Americano. Ella, su marido y mis nietos son gente diferente, de clase, y son los que han velado por mi señora y por mí desde que el Banco del Progreso y el Banco Popular nos fallaron.

En fin, os invito a que no tengáis miedo de darle su necesario y justo uso a un término tan clarificador como aquél que dio forma a nuestro Ecuador en tantos sentidos: longo. Ya estoy demasiado viejo como para andar con miedo.

lunes, 18 de enero de 2010

Demasiado rápido

Mi empleada doméstica ha trabajado 43 años con nosotros. Cuando llegó a mi casa, yo llevaba casado unos pocos años. Ella venía de uno de los caseríos de la hacienda de mi padre y tenía 15 años en el momento en que comenzó a ayudarnos, puertas adentro.

Se llamaba María Pilar, pero al poco tiempo se convirtió, cariñosamente, en nuestra Pilita. En los años que ha trabajado con nosotros, siempre hemos respetado su día libre, nunca le ha faltado comida en su mesa y siempre ha tenido el cuarto de la empleada a su disposición y un uniforme que vestir. No era para menos, ya que ella ha sido parte de la familia. Ha estado presente en cada uno de los sucesos importantes de nuestras vidas y ha sido importantísima en la crianza de cada uno de mis hijos, nietos y de mi reciente bisnieto.

Lastimosamente, nuestra Pilita acaba de verse sacudida por un hecho. Su hijo, uno de los dos que tenía y que su madre se encargó de criar mientras ella trabajaba aquí, ha regresado. Este muchacho, siempre aventurero y problemático, se marchó hace más de 20 años a los Estados Unidos de América. Ahora, ha regresado y quiere llevarse con él a Pilita.

Mi familia está conmocionada y nos ha sorprendido la disposición de Pilita a irse. Dice que su hijo la puede mantener, que ya está vieja para trabajar, que las energías no le dan y que prefiere irse con él. Nosotros le hemos dicho que no puede marcharse, que es parte de la familia y que puede trabajar al ritmo que quiera. Que no nos deje.

Lastimosamente, la decisión parece ya tomada. No quiero decir que los pobres no deban enriquecerse, el problema es cuando lo hacen demasiado rápido. Crean shock y conmoción social, desbaratando las estructuras sin la debida preparación social. Eso es, exactamente, lo que el súbito progreso y enriquecimiento del hijo de Pilita causa hoy a mi afligida familia.

miércoles, 13 de enero de 2010

El ejemplo de mi padre

Me preocupa en exceso lo que está sucediendo con el país. Todo el mundo quiere ser capitán y nadie marinero. Peor aún, cualquier hijo de vecino piensa que tiene derecho a subirse en el barco y dar consejos al almirante. Ahora, con esto de la participación, la ciudadanía y los consejos, nos tenemos que aguantar las opiniones de los indios, los jóvenes, los montubios, las mujeres. Del que sea.

Es verdad que antes el país era más complicado, pero al menos estaba claro quién tenía derecho a opinar. Mi padre siempre fue riguroso al respecto y recuerdo que empleó un incidente de la hacienda, hace más de sesenta años, para ilustrarme al respecto. A un día de la casa de hacienda, había estallado un problema entre los indios. Las ovejas de uno se habían comido los sembríos de otro. Para cuando mi padre llegó, la discusión llevaba ya dos días y no llevaban a ningún acuerdo. Estaban las dos partes, sus respectivas familias y un montón de curiosos.

Al ver de qué se trataba, mi padre, vivaz siempre para darme una lección, les dijo que arreglaran el asunto entre ellos, que él solo se metía cuando la cosa era con los blancos o con la hacienda. Se fue.

Volvimos una semana después y la villa estaba paralizada. Se habían destruido los cultivos unos a otros. Las ovejas estaban encerradas para que no se las robaran entre rivales. Nadie hacía nada, ni trabajar ni sembrar, con tal de que algún otro no tuviera el gusto de despedazarlo todo. Mi padre me hizo recorrer todos los huasipungos, para explicarme la situación. Después, revólver en mano, ordenó a los indios que volvieran a trabajar. Le obligó al dueño de la oveja transgresora entregarle el animal como compensación al dueño del sembrío dañado. Puso fin al asunto y dejó claro que no iba a permitir un solo día de paro.

“Ya ves, hijo mío, hay personas que no son capaces de ponerse de acuerdo en nada y que no pueden gobernarse a sí mismas. Si les dejas que opinen, se expresen y decidan, todo termina mal”, me dijo. Hoy, recuerdo, con el corazón compungido, la sabia lección de mi padre, viendo el punto al que los ecuatorianos hemos llegado.