viernes, 26 de febrero de 2010

Mujeres metidas

Estimados amigos, muchas gracias por, una vez más, acudir a esta página a leer mis reflexiones que con tanto gusto elaboro para ustedes. Ante lo sucedido esta semana quería dedicarme justamente a un tema eterno, es decir, de esos que siempre generan contenidos, pero nunca cansan ni pasan de moda. Obvio, amigos: estoy hablando de las mujeres.

Empecemos admitiendo que cuando uno es joven, el ochenta y cinco por ciento de las opiniones, juicios y pensamientos que uno expresa sobre ellas no tienen más fin que seducirlas. Es decir, no decimos la verdad, ni siquiera decimos lo que pensamos, sino aquello que creemos que puede ser efectivo para ganarnos sus favores. A mi edad, una vez que la vorágine sentimental y hormonal ya ha pasado, ya es posible ver las cosas con claridad.

Escribo esto a raíz de la sorprendente cantidad de mujeres que había en la marcha de la semana pasada. Mi primera reacción fue pensar “no deberían estar aquí”, así que decidí hacer un conciso post para ecuadorinsensato.com acerca de las cosas que las mujeres no deben hacer.

Para ello, debemos partir de una consideración importante, la cual será nuestra brújula: todas aquellas cosas que solo las mujeres pueden hacer. La primera, por motivos biológicos, es, obviamente, parir. La segunda, amamantar y criar al bebé durante esos primeros años en los que no importa mucho si no es niña o niño. Tercero, administrar el hogar (algo que todo el que haya visto las condiciones de vida de un solterón, divorciado, viudo o marica, que vivan sin mujer, puede constatar). Cuarto, criar a las mujeres de la casa. Quinto, ser el sostén de la moral en la familia, es decir, el último dique frente a las tentaciones y la corrupción. Estas son las tareas naturales de la mujer.

No voy a ponerme a discutir al respecto porque sé que toda persona con dos dedos de frente y un mínimo de experiencia sabrá reconocer que digo la verdad. Ante ello, quiero mencionar las cuestiones que las mujeres no deben hacer y que, al hacerlo han causado una terrible conmoción social.

La primera es meterse en el mundo laboral. Es decir, ¿por qué será que antes, cuando yo era joven, no había desempleo y uno encontraba trabajo en una tarde si quería? Obvio, porque antes de que se metieran las mujeres éramos solo la mitad de trabajadores. No solo eso, sino que al meterse las mujeres han descuidado sus labores antes mencionadas, lo cual ha conllevado la desintegración familiar. No solo eso, sino que la presencia de mujeres en los puestos de trabajo ha implicado un violento descenso de la productividad. Yo sé que el trabajo del hogar es trabajo, incluso más duro que muchos trabajos masculinos, así que propongo que todo jefe de hogar le reconozca mensualmente un sueldo a su esposa; dinero que será de ella y solo de ella.

La segunda es meterse en la política. La política era antes algo más coherente: es decir, típica de varones. Había una profunda racionalidad y, cuando esta no servía, una profunda violencia. Pero nada más. Daba gusto ver las polémicas políticas de antes. No había esa mediatintez, mezcla de educación, mojigatería, mediocridad, chismerío y pelea sin cuartel que hay desde que las mujeres se metieron. La política se volvió algo mucho más desagradable, que aleja a todos los hombres de valor del país, desde que la Dra. Robalino Bolle y otras comenzaron a colarse en la fiesta.

La tercera es meterse a educar, en la familia, a los hijos hombres y, en la sociedad, a chicos que no sean de primaria. O sea, las mujeres deben criar a los bebés de pecho y a las hijas, pero cometen un daño terrible cuando se meten en la crianza de los hijos. O sea, en mi época cumplidos los ocho años uno no volvía a sentir la influencia de la madre. Ahora, las mujeres participan en la crianza y decisiones de sus hijos hasta cuando tienen treinta años, ¡he ahí el origen de la flojera nacional y la perversión de los valores! Igual que en el sistema educativo. Ahora hay mujeres que enseñan hasta en la universidad. ¿De dónde creen que viene toda la educación maternal, formadora de seres sin carácter, que hoy tenemos?

La cuarta es meterse a solitarias independientes. Esa condición es como la pereza, o sea, la madre de todos los vicios anteriormente mencionados. Una mujer sola con ínfulas de autosuficiente es una máquina de irradiar problemas y desgracias a su alrededor. Es normal; todas las cosas que no cumplen su función natural, están condenadas a crear conflicto. Mujeres así están eternamente buscando una forma de superar sus complejos y llenar sus vacíos, y en el proceso causan daño a todo el mundo. Piensen en las diez mujeres más detestables que conozco y les aseguro que al menos el setenta por ciento son mujeres solas. Una mujer que no reconozca que tener un hijo es la máxima alegría que puede sentir es una demente o una arpía.

Entiendo que siempre habrá casos de mujeres salidas del redil que querrán hacer lo que les dé la gana. Eso ya no se puede evitar. Lo que sí estoy seguro es que si la mayoría de las mujeres obedecieran estos postulados, viviríamos hoy en un mundo mucho mejor. Pienso en esto luego de todos los contratiempos que mi mujer me hizo pasar estas últimas semanas y tras ver a mi hija encerrada en su cuarto, sin salir, atiborrada de calmantes. La verdad es una sola.

jueves, 18 de febrero de 2010

Todo se olvida

Carajo, qué semana que he tenido. Cansado de tanta tontería y harto de los problemas. Terminé en la casa de mi hija, durmiendo en el cuarto de visitas. Es un cuarto más grande que todo el departamento que arrendamos en La Granja, pero no es lo mismo. La verdad, y espero que entiendan a un hombre de mi edad, es que extraño a mi mujer. O sea, es como que una vez que envejece la mitad de la humanidad te huye, como si les fueras a hacer que te cambien el pañal, y la otra mitad no te toma en serio, como si tuvieras ya Alzheimer.

Eso fue un poco lo que pasó aquí. Mi nuero es muy hecho el sonreidito, pero siempre me dice dos palabras y de ahí sale corriendo. Mi hija anda hecha la que tiene tareas del hogar todo el tiempo, pero tiene cuatro empleadas así que sé que es solo para no hacerme caso. Las empleadas, más les vale, no me dirigen la palabra, como debería ser y mi nieto me odia desde que le dije flojo, así que ando bien aburrido.

Aproveché al menos el tiempo para leer tres veces al día los periódicos, he encontrado ciento setenta y cuatro errores, los cuales han sido ya debidamente reportados a los editores, y diversa literatura que compré en Librimundi del Centro Comercial La Esquina con la tarjeta de mi hija.

Ya estaba hasta acostumbrándome hasta que mi hija se enteró que había escrito sobre su origen en ecuadorinsensato.com Cómo iba yo a saber que la página terminaría haciéndose famosa. Me vino con llantos y reclamos, y por más que le expliqué que todos los que importan, desde su esposo hasta su hijo, ya saben la verdad, no entendió. Se puso a gritar, a decir que las esposas de los amigos del marido, que las de los aeróbicos, que las del club del libro. En fin. Ha pasado desde anteayer metiéndose antidepresivos, durmiendo en el cuarto y no sé qué va a pasar.

En mi época no éramos tan flojos. No había antidepresivos. Había trabajo. Cuando uno está ocupado no piensa tonterías. Esa y otras tonterías de estas nuevas generaciones me han pasado por la cabeza. Sobretodo ayer de noche que vinieron a visitarle unos amigos de mi nuero. Qué maravilla, resultaron ser sobrinos y nietos de conocidos míos. Desde que les ví las caras noté que eran buena gente. Me senté con ellos y se me hinchó el pecho del orgullo al escuchar lo bien que les iba con sus negocios, las actividades a las que estaban dedicados. Eran la nueva punta de lanza de la regeneración ecuatoriana.

Muchos de ellos, dos en especial, eran sobrinos de hombres a los que yo, personalmente, ayudé. Fue en esa época terrible de la reforma agraria, cuando mucha gente de renombre y prestigio incuestionable se quedó sin nada. Al abuelo de un tercero de ellos mi padre le dio una hacienda modesta luego de que su mujer se escapara con todo el dinero, vendiendo unas tierras. Claro que, por educación, no mencioné el tema.

En fin, tras varios whiskys en los que aproveché para compartir con los jóvenes mis visiones del país y recordarles sus orígenes, sentí que se había roto el hielo. Les hablé de mis hijos que, en general, no han tenido mucho éxito aún, en gran parte por falta de oportunidades y de relaciones como las que su padre y su abuelo tuvieron. Les pregunté que si no tenían algún puesto, alguna posición que pudiera serles de ayuda, solo hasta que mis hijos, como seguramente lo harían, demostraran su valor.

Los desgraciados se negaron. Es más, me miraron horrorizados. Así son estos huasicamas venidos a más. Se olvidan de cuál fue la mano que les soltaba el lazo y les llevaba a pastar. Lo que yo hice por sus padres ellos no lo hacen por mis hijos. Miserables, y mejor lo dejo ahí porque me sube la presión.

Hoy, aún sin reponerme del golpe de la deslealtad, decidí marchar junto a Carlos Vera. El señor ese no es ni serrano ni hacendado, pero digamos que a buen hambre no hay pan duro y que, a no más haber. Mi hija no sale del cuarto y mi nuero se hace el loco, así que les ordené a las empleadas que me llevaran. Una de ellas, junto con mi nieto, me dijo que me llevaría. No sé por qué me llevó en taxi a tomar helados. Okay, me pareció buena la idea, pero cuando le decía a mi nieto que ya nos fuéramos del Corfu de Cumbayá a la Carolina escucho que la empleada le dice que me siga la corriente, que ya mismo se me pasa y me olvido. Eso sí que no, carajo. A mis ochenta y dos años, aún pude asestar una bofetada como las de mi juventud, a la china desubicada. Afortunadamente la policía entendió con quién estaban tratando y no se pusieron tontos.

En un acto de dignidad fui a la marcha, gloriosa marcha, de la que hablaré más adelante y me recordó mis tiempos de arnista en los que éramos cuatro pelagatos, pero valientes. Afortunadamente encontré un amigo que me trajera de vuelta, el sí nieto digno de un paisano.Pero que me largo de esta casa mañana, me largo. Espero que mi mujer lea esto para que sepa lo mucho que la extraño.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Desde el sofá

Estimados, qué alegría poder compartir nuevamente con ustedes estas líneas. Aunque esta vez tendré que referirme a un capítulo en específico debido a la ira que me embarga.

Ayer acababa de llegar del lanzamiento de “The Longo Connection” del doctor Osvaldo Hurtado, un libro conmovedor (si no lo han leído también pueden leer su versión en español “Las costumbres de los ecuatorianos”) que a mí particularmente me cambió la vida. Hasta el día de hoy, al meterme a la cama, siempre leo una media página de esa obra y reflexiono sobre ese trecho hasta que me quedo dormido. El evento fue una maravilla y me emocioné casi hasta las lágrimas de ver tantas personas de educación, alcurnia y apellido juntas. Claro que también estaba ese Ordóñez, que no me gusta para nada y a quien considero uno de los grandes culpables del desprestigio de la derecha. O sea, tal vez es muy educado, pero con esa pinta…

Regresé a mi casa en la noche, sintiéndome medio mal porque me tomé unos vinitos. Para variar me tocó aguantarme los reclamos de mi señora porque comenzó a decir que estaba comportándome como un borracho. Como ya me tocó dormir en la sala, por culpa de ella, y no tenía sueño, aproveché para leer la página de este muchacho Guarderas Hayek que escribe en ecuadorinsensato que, hay que reconocer, está muy divertido. Tengo serias divergencias políticas con él y, de ser el mismo Bernardo que mi hijo dice que es (trabaja en Cordes), no creo que tenga gran futuro. Pero sus escritos me agradan.

En fin, cuando Guarderas mencionó los establecimientos nocturnos y lupanares, confieso que en mí se agitaron mareas que llevaban largo tiempo calmadas. He invertido gran parte de mis últimos años aprendiendo a dominar las computadoras, así que no resistí y, haciendo uso de mis habilidades tecnológicas, visité diversos lugares para adultos.

Debo reconocer que cuando veo videos e imágenes de dicha índole, mi primera reacción de sorpresa, ante la belleza indescriptible de ciertas modelos. Luego, sobreviene la tristeza, al ver el tipo de hombres con que están y el oficio en el que están involucradas. Por último, lo que me embarga es una sencilla y poderosa respuesta anatómica instintiva que cualquier entiende.

En fin, me hallaba en esos quehaceres, más por curiosidad y nostalgia que por lujuria, cuando mi mujer apareció. Claro, me había mandado a dormir en el sofá, pero una hora después le cogió cargo de conciencia y venía a buscarme. El verme observando a esas señoritas despertó en ella una serie de rencores pasados, de décadas atrás, que llevaban tiempos sin reavivarse.

Como insisto siempre, a mi edad ya no voy a andarme preocupando de hipocresías y secretos. Peor aún en esta ciudad en la que todo, sobre todos, se sabe. En fin, mi primer encuentro sexual, como era lo usual en ese entonces, fue con una india de la hacienda. Hasta ahora recuerdo la escena: yo con doce años, la indiecita de unos diecisiete, riéndose, roja de nerviosa, mis primos afuera haciendo barra y riéndose, y yo sin poder dar pie con bola. Esa vez no hubo amo, pero debo reconocer que descubrí que esas actividades me encantaban. Luego, el resto de mi adolescencia y vida de soltero la pasé frecuentando prostíbulos, con la bendición social y religiosa. En esa época nos señalaban que era mejor eso que cualquier otra opción: las prostitutas al menos ya estaban condenadas al infierno, a diferencia de las otras chicas que corríamos el riesgo de seducir y violentar su pureza. Ese raciocinio me fascinaba en mi juventud, me pareció horroroso en mi adultez, pero ahora de viejo la verdad es que no me parece tan inapropiado; es verdad que es poco humanitario con las golfas, pero más allá de eso lo hallo muy lógico.

También pasé mis años de estudiante frecuentando a una mujer casada, de la cual puedo decir que me enamore perdidamente y casi me volví loco imaginándola con su marido cada segundo que no estaba conmigo. Después, conocí a mi primera mujer, me enamoré de forma prudente y me casé. El amor duró un tiempo y luego sobrevino el terrible dolor de la monogamia. Debo reconocer que ella se dio al descuido y resultó una pésima mujer. Cuando murió debido a una fuerte anemia que le complicó a inicios de su primer embarazo, debo reconocer que me embargó un profundo alivio al momento de salir, por fin, con tranquilidad a echar una canita al aire. Alivio que se vio eclipsado cuando descubrí que ella había tenido un amante todo ese tiempo.

Vino luego mi segunda mujer, la cual me acompaña hasta hoy y ha sido una excelente esposa. En mi favor, debo decir que, hasta ese entonces, durante todo mi matrimonio primero y casi quince del segundo, me resistí a poner en práctica una tradición típica, marca de estatus, de mi generación: la moza. Llegado el momento no aguanté. Debo confesarles lectores que mi hija, no se preocupen, todos los involucrados han estado siempre al tanto, no es hija de mi esposa, sino de una pasión prohibida de la provincia de Manabí. La conocí en mis años de funcionario de la Junta Militar en un caserío perdido. Me dejó mi hija más querida, a cambio de un montón de dinero para desaparecer sin abrir la boca ni armar más escándalo. Mi mujer terminó por aceptarlo, con el tiempo y mi hija se lo tomó bien cuando le llegó la hora de enterado.

Después de eso, nunca he sido infiel y he mantenido una estricta política de monogamia, en mi caso y en el de mi mujer, de abstinencia prematrimonial, en el caso de mi hija, y de todo menos embarazo en el caso de mis hijos. Sin embargo, parece que no sirvió de nada y ahora ando aquí, en casa de mi hija, porque mi señora me encontró viendo esas páginas y ya comenzó de una despotricando contra la manabita.

No entiendo como puede ser una mujer tan buena en ciertos aspectos, y absolutamente irracional en otros. La culpa, creo yo, la tiene esta esquizofrenia social que ha hecho que las mujeres se metan de cabeza en el sexo. Obvio ¿qué sucede? La sociedad las insta a mirar, pero las buenas, como mi mujer, no lo hacen del todo, entonces se quedan a medias (claro, las malas se meten de cabeza) y quedan todo confundidas. Mejor, y eso no puede ni debatirse, es que las mujeres estén absolutamente aisladas de eso. Si no, entienden mal las cosas y todos terminamos durmiendo en el sofá.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Todos flojos

Comienzo enviando un cordial saludo a todos mis lectores y seguidores. No tienen idea de cuán eterna se me hace la espera obligatoria de una semana antes de publicar. Es decir, reflexiono y observo tanto que quisiera poder compartir más contenidos con ustedes, pero ecuadorinsensato.com tiene una política estricta con los columnistas así que no queda sino esperar. Aprovecho también para dejar en claro que las amenazas que he recibido de la Comisaría Primera (“por incitar al odio”) y de la Secretaria de los Pueblos (en teoría por propugnar el racismo y el separatismo, la verdad es que por pura pica de la negrita Ocles) me tienen sin cuidado. Algún día estos payasos llegarán a mi edad y se darán cuenta de las cosas que en verdad importan.

En fin, le dedicaré mi columna a una idea que me atormenta desde el jueves pasado, cuando fui a ver un partido de fútbol en el que jugaba uno de mis nietos. Es el hijo de mi hija, uno de los pocos blanquitos y guapos que tengo. Su madre quería que lo viera jugar así que me llevó al colegio. Era un partido de selecciones, Americano contra Alemán. Mi nieto jugaba, obvio, en el Americano, como volante izquierdo.

No voy a ponerme a hacer la de locutor. Solo les comento que salí al borde de mi tercer infarto luego de ver ese partido. No de la emoción, sino de las iras de ver la flojera de todo el equipo del Americano y, sobre todo, de mi nieto. Perdieron 6 a 2 contra el Alemán, pero más que la derrota me molestó que eso de perder parecía no molestarles. O sea, ¡perdieron contra esos miserables, huasicamas desgraciados, hijos de burócratas, profesores y pequeños empresarios que son los niños del Alemán! ¡Y no les importaba!

Subí al carro de mi hija sin decir palabra. Mientras esperábamos a mi nieto, ella me contó que siempre perdían. Que la semana pasada había sido 9 a 0 contra el Mides y la otra vez 8 a 0 contra el Sarmiento. Ahí si ya fue el colmo, perder contra esos colegios tampoco. Ya le iba a saltar a la yugular a mi nieto, pero faltaba la última. El mocoso sube al carro y su primer comentario es “mami a mí no mismo me gusta esto del fútbol y de competir”. Y sale con que mejor le metan ¡en capoeira o yoga!

Perdí la cabeza y le dije a mi nieto que era un flojo, un escuincle, que si sus antepasados hubiéramos sido así él no existiría. Le dije que debería tener sangre en la cara, que debería sentir vergüenza de perder contra esa gente y que estaba, sinceramente, decepcionado. Obvio, el insolente ni siquiera me regresó a ver. Solo hizo cara de asco diciendo “pobre abuelo”. Mi hija siempre hecha la que no oye nada, sonrió y sin decir palabra me dejó de vuelta en la casa.

Llegué y me dediqué el resto de la tarde a contarle la situación y exponerle mis argumentos a mi mujer. Ella solo asentía, sin dejar de hacer sus cosas. Por eso la quiero tanto: siempre me entiende y apoya. Es que hay que dejarse de cosas. Los de la elite en el Ecuador somos pocos, así que tenemos la obligación de compensar calidad con cantidad. Tenemos que ser más inteligentes, más fuertes, más ricos y, sobre todo, más valientes.

Cuando yo era niño nos prohibían llorar a partir de los cuatro años y, ya desde niñitos, nos sometían a pruebas y desafíos para templar el carácter. Yo creo que tenía cinco cuando castré mi primer corderito o cuando mis hermanos me hacían subirme a los toros. Después era igual, en el colegio nos tenían todo el tiempo haciendo box, lucha y si perdíamos contra algún colegio laico o jugábamos flojo los curas nos mandaban dos semanas castigados al Oriente. Todos hacíamos el servicio militar, no nos dejábamos insultar o maltratar de nadie y estábamos siempre atentos de poner a la chusma en su sitio.

Como en la Universidad Central, donde cuando estudiante de derecho yo era miembro de ARNE. Por lo menos dos veces por semana reventábamos a algún comunista. Lo mismo hacíamos con los socialistas y los ateos. ¡Por eso es que en esa época el país era nuestro! No andábamos con llantos ni suavidades. ¡Asumíamos nuestra tarea!

Luego de casarme me fui calmando, total los tiempos iban ya cambiando, pero igual tuve un incidente en el que, frente a mis hijos en ese entonces niñitos, dejé claro cómo se hacen las cosas. En un camino vecinal, volviendo de la hacienda de unos parientes cuando atropellé unas ovejas de unos indios y rompí el radiador del carro. Para esa época los curas comunistas ya andaban llenándoles la cabeza de pendejada así que, por más que le expliqué que la culpa era de él por tener descuidados los animales (así lo estipula la ley), el indio insistía en qué le pague y poco a poco fue llegando la parentela.

Llegó un rato en que era yo, mi mujer, mis tres hijos chicos (mi hija no nacía todavía) y toda una turba de indios alrededor. Cuando escuché la primera palabra alevosa, un “qué se ha creído este.. chh…” supe lo que tenía que hacer. Saqué la carabina del asiento de atrás y, rapidito rapidito, les disparé en las piernas a dos indios (fue a las piernas, aunque mis hijos digan que no). Obvio, todos corrieron, las indias llorando a gritos para variar. Yo cargué el arma, junté munición e inicié a pie una lenta y bien sucedida retirada, con mi familia y la carabina a punto para su defensa, a la hacienda de mi pariente. ¡Nosotros sí que éramos hombres carajo! Pero eso no entienden ni mis hijos, que siempre hablan del episodio como si hubiera sido el peor día de sus vidas.

En fin, ahora nuestros descendientes son todos unos blandengues que no saben mandar ni merecerse lo que tienen. Por eso el país anda como anda. En mis tiempos, aunque hubiese habido Correa y todos hubiesen querido votar por él, el señor nunca habría ganado. ¿Por qué? Porque los indios y los pobres ni se hubiesen atrevido a votar por él, no señor. En cambio ahora…