miércoles, 10 de febrero de 2010

Desde el sofá

Estimados, qué alegría poder compartir nuevamente con ustedes estas líneas. Aunque esta vez tendré que referirme a un capítulo en específico debido a la ira que me embarga.

Ayer acababa de llegar del lanzamiento de “The Longo Connection” del doctor Osvaldo Hurtado, un libro conmovedor (si no lo han leído también pueden leer su versión en español “Las costumbres de los ecuatorianos”) que a mí particularmente me cambió la vida. Hasta el día de hoy, al meterme a la cama, siempre leo una media página de esa obra y reflexiono sobre ese trecho hasta que me quedo dormido. El evento fue una maravilla y me emocioné casi hasta las lágrimas de ver tantas personas de educación, alcurnia y apellido juntas. Claro que también estaba ese Ordóñez, que no me gusta para nada y a quien considero uno de los grandes culpables del desprestigio de la derecha. O sea, tal vez es muy educado, pero con esa pinta…

Regresé a mi casa en la noche, sintiéndome medio mal porque me tomé unos vinitos. Para variar me tocó aguantarme los reclamos de mi señora porque comenzó a decir que estaba comportándome como un borracho. Como ya me tocó dormir en la sala, por culpa de ella, y no tenía sueño, aproveché para leer la página de este muchacho Guarderas Hayek que escribe en ecuadorinsensato que, hay que reconocer, está muy divertido. Tengo serias divergencias políticas con él y, de ser el mismo Bernardo que mi hijo dice que es (trabaja en Cordes), no creo que tenga gran futuro. Pero sus escritos me agradan.

En fin, cuando Guarderas mencionó los establecimientos nocturnos y lupanares, confieso que en mí se agitaron mareas que llevaban largo tiempo calmadas. He invertido gran parte de mis últimos años aprendiendo a dominar las computadoras, así que no resistí y, haciendo uso de mis habilidades tecnológicas, visité diversos lugares para adultos.

Debo reconocer que cuando veo videos e imágenes de dicha índole, mi primera reacción de sorpresa, ante la belleza indescriptible de ciertas modelos. Luego, sobreviene la tristeza, al ver el tipo de hombres con que están y el oficio en el que están involucradas. Por último, lo que me embarga es una sencilla y poderosa respuesta anatómica instintiva que cualquier entiende.

En fin, me hallaba en esos quehaceres, más por curiosidad y nostalgia que por lujuria, cuando mi mujer apareció. Claro, me había mandado a dormir en el sofá, pero una hora después le cogió cargo de conciencia y venía a buscarme. El verme observando a esas señoritas despertó en ella una serie de rencores pasados, de décadas atrás, que llevaban tiempos sin reavivarse.

Como insisto siempre, a mi edad ya no voy a andarme preocupando de hipocresías y secretos. Peor aún en esta ciudad en la que todo, sobre todos, se sabe. En fin, mi primer encuentro sexual, como era lo usual en ese entonces, fue con una india de la hacienda. Hasta ahora recuerdo la escena: yo con doce años, la indiecita de unos diecisiete, riéndose, roja de nerviosa, mis primos afuera haciendo barra y riéndose, y yo sin poder dar pie con bola. Esa vez no hubo amo, pero debo reconocer que descubrí que esas actividades me encantaban. Luego, el resto de mi adolescencia y vida de soltero la pasé frecuentando prostíbulos, con la bendición social y religiosa. En esa época nos señalaban que era mejor eso que cualquier otra opción: las prostitutas al menos ya estaban condenadas al infierno, a diferencia de las otras chicas que corríamos el riesgo de seducir y violentar su pureza. Ese raciocinio me fascinaba en mi juventud, me pareció horroroso en mi adultez, pero ahora de viejo la verdad es que no me parece tan inapropiado; es verdad que es poco humanitario con las golfas, pero más allá de eso lo hallo muy lógico.

También pasé mis años de estudiante frecuentando a una mujer casada, de la cual puedo decir que me enamore perdidamente y casi me volví loco imaginándola con su marido cada segundo que no estaba conmigo. Después, conocí a mi primera mujer, me enamoré de forma prudente y me casé. El amor duró un tiempo y luego sobrevino el terrible dolor de la monogamia. Debo reconocer que ella se dio al descuido y resultó una pésima mujer. Cuando murió debido a una fuerte anemia que le complicó a inicios de su primer embarazo, debo reconocer que me embargó un profundo alivio al momento de salir, por fin, con tranquilidad a echar una canita al aire. Alivio que se vio eclipsado cuando descubrí que ella había tenido un amante todo ese tiempo.

Vino luego mi segunda mujer, la cual me acompaña hasta hoy y ha sido una excelente esposa. En mi favor, debo decir que, hasta ese entonces, durante todo mi matrimonio primero y casi quince del segundo, me resistí a poner en práctica una tradición típica, marca de estatus, de mi generación: la moza. Llegado el momento no aguanté. Debo confesarles lectores que mi hija, no se preocupen, todos los involucrados han estado siempre al tanto, no es hija de mi esposa, sino de una pasión prohibida de la provincia de Manabí. La conocí en mis años de funcionario de la Junta Militar en un caserío perdido. Me dejó mi hija más querida, a cambio de un montón de dinero para desaparecer sin abrir la boca ni armar más escándalo. Mi mujer terminó por aceptarlo, con el tiempo y mi hija se lo tomó bien cuando le llegó la hora de enterado.

Después de eso, nunca he sido infiel y he mantenido una estricta política de monogamia, en mi caso y en el de mi mujer, de abstinencia prematrimonial, en el caso de mi hija, y de todo menos embarazo en el caso de mis hijos. Sin embargo, parece que no sirvió de nada y ahora ando aquí, en casa de mi hija, porque mi señora me encontró viendo esas páginas y ya comenzó de una despotricando contra la manabita.

No entiendo como puede ser una mujer tan buena en ciertos aspectos, y absolutamente irracional en otros. La culpa, creo yo, la tiene esta esquizofrenia social que ha hecho que las mujeres se metan de cabeza en el sexo. Obvio ¿qué sucede? La sociedad las insta a mirar, pero las buenas, como mi mujer, no lo hacen del todo, entonces se quedan a medias (claro, las malas se meten de cabeza) y quedan todo confundidas. Mejor, y eso no puede ni debatirse, es que las mujeres estén absolutamente aisladas de eso. Si no, entienden mal las cosas y todos terminamos durmiendo en el sofá.

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