jueves, 18 de febrero de 2010

Todo se olvida

Carajo, qué semana que he tenido. Cansado de tanta tontería y harto de los problemas. Terminé en la casa de mi hija, durmiendo en el cuarto de visitas. Es un cuarto más grande que todo el departamento que arrendamos en La Granja, pero no es lo mismo. La verdad, y espero que entiendan a un hombre de mi edad, es que extraño a mi mujer. O sea, es como que una vez que envejece la mitad de la humanidad te huye, como si les fueras a hacer que te cambien el pañal, y la otra mitad no te toma en serio, como si tuvieras ya Alzheimer.

Eso fue un poco lo que pasó aquí. Mi nuero es muy hecho el sonreidito, pero siempre me dice dos palabras y de ahí sale corriendo. Mi hija anda hecha la que tiene tareas del hogar todo el tiempo, pero tiene cuatro empleadas así que sé que es solo para no hacerme caso. Las empleadas, más les vale, no me dirigen la palabra, como debería ser y mi nieto me odia desde que le dije flojo, así que ando bien aburrido.

Aproveché al menos el tiempo para leer tres veces al día los periódicos, he encontrado ciento setenta y cuatro errores, los cuales han sido ya debidamente reportados a los editores, y diversa literatura que compré en Librimundi del Centro Comercial La Esquina con la tarjeta de mi hija.

Ya estaba hasta acostumbrándome hasta que mi hija se enteró que había escrito sobre su origen en ecuadorinsensato.com Cómo iba yo a saber que la página terminaría haciéndose famosa. Me vino con llantos y reclamos, y por más que le expliqué que todos los que importan, desde su esposo hasta su hijo, ya saben la verdad, no entendió. Se puso a gritar, a decir que las esposas de los amigos del marido, que las de los aeróbicos, que las del club del libro. En fin. Ha pasado desde anteayer metiéndose antidepresivos, durmiendo en el cuarto y no sé qué va a pasar.

En mi época no éramos tan flojos. No había antidepresivos. Había trabajo. Cuando uno está ocupado no piensa tonterías. Esa y otras tonterías de estas nuevas generaciones me han pasado por la cabeza. Sobretodo ayer de noche que vinieron a visitarle unos amigos de mi nuero. Qué maravilla, resultaron ser sobrinos y nietos de conocidos míos. Desde que les ví las caras noté que eran buena gente. Me senté con ellos y se me hinchó el pecho del orgullo al escuchar lo bien que les iba con sus negocios, las actividades a las que estaban dedicados. Eran la nueva punta de lanza de la regeneración ecuatoriana.

Muchos de ellos, dos en especial, eran sobrinos de hombres a los que yo, personalmente, ayudé. Fue en esa época terrible de la reforma agraria, cuando mucha gente de renombre y prestigio incuestionable se quedó sin nada. Al abuelo de un tercero de ellos mi padre le dio una hacienda modesta luego de que su mujer se escapara con todo el dinero, vendiendo unas tierras. Claro que, por educación, no mencioné el tema.

En fin, tras varios whiskys en los que aproveché para compartir con los jóvenes mis visiones del país y recordarles sus orígenes, sentí que se había roto el hielo. Les hablé de mis hijos que, en general, no han tenido mucho éxito aún, en gran parte por falta de oportunidades y de relaciones como las que su padre y su abuelo tuvieron. Les pregunté que si no tenían algún puesto, alguna posición que pudiera serles de ayuda, solo hasta que mis hijos, como seguramente lo harían, demostraran su valor.

Los desgraciados se negaron. Es más, me miraron horrorizados. Así son estos huasicamas venidos a más. Se olvidan de cuál fue la mano que les soltaba el lazo y les llevaba a pastar. Lo que yo hice por sus padres ellos no lo hacen por mis hijos. Miserables, y mejor lo dejo ahí porque me sube la presión.

Hoy, aún sin reponerme del golpe de la deslealtad, decidí marchar junto a Carlos Vera. El señor ese no es ni serrano ni hacendado, pero digamos que a buen hambre no hay pan duro y que, a no más haber. Mi hija no sale del cuarto y mi nuero se hace el loco, así que les ordené a las empleadas que me llevaran. Una de ellas, junto con mi nieto, me dijo que me llevaría. No sé por qué me llevó en taxi a tomar helados. Okay, me pareció buena la idea, pero cuando le decía a mi nieto que ya nos fuéramos del Corfu de Cumbayá a la Carolina escucho que la empleada le dice que me siga la corriente, que ya mismo se me pasa y me olvido. Eso sí que no, carajo. A mis ochenta y dos años, aún pude asestar una bofetada como las de mi juventud, a la china desubicada. Afortunadamente la policía entendió con quién estaban tratando y no se pusieron tontos.

En un acto de dignidad fui a la marcha, gloriosa marcha, de la que hablaré más adelante y me recordó mis tiempos de arnista en los que éramos cuatro pelagatos, pero valientes. Afortunadamente encontré un amigo que me trajera de vuelta, el sí nieto digno de un paisano.Pero que me largo de esta casa mañana, me largo. Espero que mi mujer lea esto para que sepa lo mucho que la extraño.

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