viernes, 26 de marzo de 2010

El uniforme profanado

Estimados amigos, coidearios cuya solidaridad me ayuda a mantenerme en pie de lucha con la lanza en ristre, nuevamente acudo a ustedes con un modesto escrito. Me apremia hoy compartirles un penosa experiencia que viví hace un par de días y que ilustra la innegable decadencia en la que ha caído el Ecuador.

El pasado martes me llamó mi amigo de larga data Mauricio Gándara, la verdad para ser más exactos es que me llamó su secretaria, para invitarme a una tertulia política. Entendí de inmediato que se trataba de una reunión de altísimo nivel con fines conspirativos, precisamente lo que la Patria hoy exige. Es obvio que mi gran amigo Mauricio, tras innumerables meses de codearse con políticos de segundo nivel, decidió apelar a mi experiencia, sólida reputación, profunda fe, moral indudable y consistencia ideológica en miras a , de una vez por todas, poner fin a la vorágine que consume al país.

La mañana de la reunión descubrí con pesar que se me había pasado por alto el acopio del dinero para el taxi. Llamé a mis hijos y sus cónyuges en busca de un posible modo de transporte hasta el sitio de la conspiración, pero ninguno contestó mis llamadas. Al fin y al cabo creo que fue mejor así, para no poner en riesgo su seguridad involucrándolos en una empresa tan peligrosa como ambiciosa. Sin otra opción, tuve que apelar a un mecanismo cuestionable: emplear el vehículo de mi amada esposa. Se trata de un Hyundai Excel que ella usa apenas para ir al Supermaxi de El Jardín. Consideré en ese momento que ella ni siquiera se enteraría.

Tras cinco años sin conducir por diversos factores, como falta de vehículo, prohibición médica e impedimentos que me pone mi hija, me puse al volante y salí rumbo a la gloria.

Existen profundas divergencias con respecto a las causas de lo que sucedió. El hecho es que se produjo una moderada colisión entre una furgoneta de transporte industrial y el Hyundai Excel que yo conducía. Salí ileso, al igual que los dos sujetos de raza mestiza y cultura andina que iban en el otro vehículo, aunque el daño material fue considerable. Me sentí aliviado al observar la presencia de un uniformado a pocos metros.

No pueden imaginar la profunda sorpresa que me embargó al ver cómo ambos tripulantes se conchababan con el policía, ofreciéndole dinero abiertamente. Extrañé mi juventud, cuando un incidente entre un blanco y un no blanco automáticamente se fallaba, por motivos de superioridad, a favor del blanco. Extrañé la presencia de un oficial de policía de apellido. En fin, el policía, naturalmente un mestizo de cultura andina, me miró, esperando que yo tomase parte en la subasta. Yo no tenía un peso, pero pensé que mi abolengo bastaba. “¿Sabe quién soy?”, pregunté. Esgrimí incluso diversos argumentos legales que, como abogado, domino con soltura. No sirvió de nada. Me acusaron de senilidad, de impericia, el policía se vendió, me detuvieron y, como si fuera poco, incluso llegó a hostigarme un grupo de militares, en tanto uno de lo agraviados resultó tener un hermano teniente.

Detenido en la Cordero, juré venganza repetidas veces, en esta vida o en la otra. Mi mujer acudió a mi celda y llorando me culpó del daño causado a su vehículo. Me contó que llamó a nuestros hijos, pero que ninguno contaba con recursos suficientes para socorrerme.

Fue mi yerno quien me rescató. Sin embargo, yo pensaba que sería por medio del desagravio y la imposición del sentido común. Pero no: fue a través de la coima. En lugar de que el general a cargo del lugar viniera a pedirme disculpas y me ofreciera toletear y bañar en agua fría a los mestizos como compensación, lo único que hubo fue mi cuñado poniéndome una sábana en la cabeza diciendo “hágase el loco Don Hernán, ya está todo pagado, nos vamos”.

Pude así evadir la prisión, pero mi yerno debió igualmente pagar por los daños causados a la furgoneta. Sin embargo, no pagó el arreglo del vehículo de mi mujer, lo cual nos ha puesto en la deprimente situación de mantener el vehículo averiado en el parqueadero del edificio, a la espera de tener un día los recursos para arreglarlo.

Hoy, mientras acompañaba a mi mujer en taxi al Supermaxi, pensé en lo que había salido mal. Fue un gran error de nosotros los blancos dejar de destinar hijos a la fuerza pública, ceder un espacio tan importante a los mestizos de cultura andina. No obstante, también tengo claro que mi incidente jamás hubiera sucedido de haber estado yo en un mejor carro y de haber tenido una buena chequera a la que echar mano. Algunos años atrás, todo hubiera sido diferente.

Prefiero no perturbar mi alma. Todo es cíclico y pronto llegará el momento de la reivindicación. Mi amigo Mauricio tendrá que esperar.

viernes, 19 de marzo de 2010

Con el alma abollada

Estimados hermanos de lucha y credo, una semana más vengo frente a ustedes con mis humildes reflexiones bajo el brazo. A mi edad quizás comprendan el valor que puede llegar a tener para un anciano el contar con una valerosa pléyade de lectores que, aunque distantes quizás, son capaces de entender sus estigmatizados puntos de vista. Ahora entiendo porque mi abuelo y mi padre siempre me enseñaron a escuchar con deferencia a los mayores. “Hay que respetar las canas” me decían. No solo es por lo mucho que uno aprende sobre la vida y el ser humano de sus bocas, sino por el regocijo que trae a sus añejas almas. Hoy, orgullosamente, siento que cosecho aquello que, de niño, sembré.

Me imagino que se pueden dar cuenta de que me encuentro afligido. Un reciente incidente me ha llevado a pensar con respecto a mis últimas semanas. ¿Cómo iba a saber yo que una de mis cuñadas trabajaba en la Secretaría de los Pueblos? ¿Que una entrañable amistad la unía a la negrita Ocles y a este indio Hernández que osa emplear el nombre de Virgilio? ¿Que era de confesión evangélica y frecuentaba una iglesia llena de cubanos? ¿Que mis nietos estudian en un colegio llamado América Latina en el que todos sus amiguitos son hijos de marxistas y masones que han doblado el lomo ante el indio, el negro y la mujer?

Nada de eso sabía yo. Y ahora resulta que Epaminondas, de seis añitos, el único nieto que me admira y respeta, se ha convertido en un apestado. El nombre de Epaminondas lo elegí yo, a manera de último deseo cuando sufrí un derrame cerebral y parecía que iba a morir, en honor al brillante y valeroso general tebano. Sus padres accedieron, imaginando que mi muerte era inminente, aunque después se lo cambiaron. Ahora le dicen Matías, pero para mí sigue siendo Epaminondas. En fin, el pequeño tebano, le digo así de cariño, tiene por mí tan profunda devoción que sus padres desde hace mucho le impiden venir donde mí a forjar su carácter y recibir su formación religiosa y política. No obstante, ya sabe leer sus primeras letras y fue capaz de encontrarme en ecuadorinsensato.com. Sin perder un segundo, compartió con sus compañeritos y profesores mis reflexiones, con todo el entusiasmo que se puede esperar de una criatura inocente movida solo por las más nobles intenciones.

Sucedió algo terrible. Al enterarse, profesores y padres de familia exigieron la salida de Epaminondas. Sus amiguitos, por órdenes paternas, lo marginaron inexorablemente y le endosaron el mote cruel de “el facho chiro”, evidentemente inventado por alguno de esos marxistoides padres y profesores desalmados y abusivos. El apellido Cordovez se convirtió en fuente de burla y deshonra, y mi nieto en un paria.

Me enteré de ello este martes, cuando vinieron mi hijo y su mujer a reclamarme. Me exigían que escribiese una carta abierta, pidiendo perdón, la cual debía ser publicada en ecuadorinsensato.com y leída en el patio del colegio el lunes. También me ordenaban abandonar mi espacio en ecuadorinsenato.com. Me amenazaron con desaparecer de mi vida y nunca más permitirme ver a Epaminondas si me negaba. Pero eso no fue todo. En medio de la discusión sentí una ira incontenible al ver cómo la entrometida runa de mi nuera no mostraba el más mínimo respeto hacia mí, sin que mi hijo diera una mínima muestra de conducción viril. “Puedes hacer lo que quieras”, le dije a mi hijo, ignorando a la insolente. “Pero quiero que sepas que, desde mi tumba, maldeciré hasta la eternidad el momento en el que renegaste de tu origen para ponerte al servicio de los ponchos rojos y las faldas sediciosas. Eres una vergüenza y una deshonra para todas las generaciones de Cordóvez que te precedieron y rigieron estos páramos”, sentencié.

Fue en ese momento trágico en que mi hijo me dijo “a diferencia de vos, yo no soy ni envidioso ni resentido y trato a la gente lo suficientemente bien como para que a tu edad tenga de qué vivir”. Por respeto a mi sangre, no ahondaré en las implicaciones de esa frase y en los sentimientos que despertó en mí. Me niego a dar realce a ese hijo que hoy aborrezco.

Debo, empero, reconocer que arrastro cierta amargura en mi alma. Hubiese querido ser capaz, como mi padre, mis abuelos y todos los que los precedieron, de dejar un legado de fortuna y porvenir a mi prole. Hubiese querido que mis nietos me amasen y admirasen como yo lo hice con mis antepasados y éstos con los suyos. Hubiese querido compartir con ellos todo lo que aprendí y viví. Hubiese querido ser un personaje conocido y respetado en los cuatro cantos de este país, como lo fueron mis ancestros. Lamentablemente, no es así. Tomé decisiones incorrectas en mi vida y las circunstancias no contribuyeron a paliar sus terribles consecuencias. Por ello, asumo hoy mi desdicha, pero con la frente en alto porque, a diferencia de los rojos, los indios o las subversivas, yo no culpo al resto de mis desaciertos.

Decidí emular a aquel general español al que, durante la Guerra Civil, los sitiadores le advirtieron que de no rendir el Alcázar de Toledo fusilarían a su hijo que mantenían prisionero. “Hijo, encomienda tu alma a Dios y al momento del fusilamiento grita ‘Viva España’, para morir como un caballero”, fue lo último que le dijo el general a su hijo cuando pusieron a éste al teléfono para demostrar que estaba con vida. Así, mi gran lector y amigo el Nando me enseñó a emplear las valiosas herramientas del Facebook y el MSN Messenger para ponerme en contacto con el pequeño Epaminondas. Le expliqué, a través de los canales virtuales, que era hoy su deber resistir con hidalguía, que todos los grandes hombres atravesaron momentos similares, que más adelante cuando creciera debería adoptar el nombre de Epaminondas y defender el legado Cordovez. Debería, ante todo, defender su raza, su tradición, su familia y su religión de las amenazas del color que fuesen. Luego, me despedí para siempre. Estoy seguro de haber sembrado una semilla.

Espero me perdonen el ánimo que hoy me embarga.

viernes, 12 de marzo de 2010

Los nuevos libaneses

Reciban de mi parte un cordial saludo, amigos y coidearios que ocupan mi mente a lo largo de toda la semana. Los recuerdo constantemente con el afán de entregarles siempre una reflexión útil que les aclare aquellas verdades que la bruma de la sociedad moderna oculta a conveniencia.

A mi edad, estaba seguro de que ya había conocido todas las amenazas y plagas que carcomieron, carcomen y carcomerán al Ecuador: corrupción, abandono de la tradición, desintegración de la familia, sedición feminista, drogadicción, marxismo y sus derivaciones, sodomía y excesiva experimentación sexual, masonería, y un considerable etcétera. Pero a veces la suprema verdad de que “no hay nada nuevo bajo el sol” trastabilla. Como ahora, cuando una nueva amenaza al Ecuador ha llegado. Entremos en materia.

Todo empezó tres semanas atrás, cuando estaba forzosamente exiliado en casa de mi hija. Mi yerno llegó a altas horas de la noche. Había bebido en demasía. Alcancé a escuchar como antes de entrar al hogar, al despedirse de los colegas con los que había pasado esa noche, gritó “¡Qué bestia! ¡Qué buenas esas cubanas! Y baratito, ¿no? La próxima semana regreso de ley”.

Fue el primer incidente, pero sobrevinieron otros. Cuando acompañé una tarde a una de mis nueras a retirar a uno de mis nietos de los predios de la Concentración Deportiva de Pichincha pude notar que todos los entrenadores eran cubanos. No pasó mucho antes de que mi señora mujer llegase un día, con algunas reformas a su cabello, contenta y alegre, alabando las destrezas de su nueva peluquera cubana.

Días después supe que mi compadre Ezequiel, un hombre de talante con ochenta y siete años a cuestas y otra víctima de los banca privada de 1999 que apenas tiene para vivir, fue estafado por un grupo de cubanos. Lo envolvieron con charlas y ofertas económicos que, aunque no entiendo bien cómo sucedió, culminaron con los cubanos llevándose los pocos dólares que le quedaban a don Ezequiel bajo el colchón.

La semana anterior pasaron tres vendedores ambulantes tocando la puerta de nuestro departamento. Todos ellos cubanos. Después, me entero que una de mis nietas, de quince años de edad, anda con un novio cubano de casi treinta. Es demasiado.

Hoy salí en la mañana a dar mi paseo habitual por La Granja, el conjunto de edificios en el que les he contado en ocasiones anteriores que resido, molesto aún por estos sucesos. En ese momento, me saluda un nuevo guardia, recién contratado por la urbanización. Su acento era innegable. “¿Cómo etá mi Don? Qué beya mañaa, ¿,veá? Y uté siempe amaeciendo tan tempráo”. No pude evitarlo. Mi bien heredada gallardía y altivez castellana entraron en juego. “Escúchame, cubano”, le dije. “No me vuelvas a dirigir la palabra. No soy tu amigo. No estás en tu isla comunista: aquí, mantenemos las diferencias y distinciones entre clases y oficios”.

Pensaran que el isleño me golpeó, que empleó su ímpetu revolucionario para la fácil tarea de hospitalizar a patadas a un anciano. Pues, he ahí el punto, se equivocan: no pasó nada. El comunista bajó la cabeza, pidió perdón y siguió haciendo lo que todo cubano hace: nada. Arrastrarse frente al superior es una actitud consuetudinaria en el caso de seres humanos educados bajo ese sistema.

No soy xenófobo. Soy vagófobo, lacayófobo, charlatanófobo, degenarodófobo, escoriófobo. Defender la inmigración es absurdo, en el sentido de que no se puede defender un método olvidándose de la sustancia. Estar a favor la inmigración es como estar a favor de las transfusiones sanguíneas; a veces sirve, pero recibir a ciertos grupos es como recibir viruela, SIDA o hepatitis B.

Muchos defienden la inmigración apelando al positivo efecto que italianos, alemanes y españoles tuvieron en ciertas zonas de América Latina. O citan el caso de Estados Unidos. Lo que olvidan es que, en el caso ecuatoriano, por ejemplo, los inmigrantes han sido un lastre horrible que, cada vez que hemos amenazado con progresar, nos han enviado cincuenta años de vuelta. Los libaneses y palestinos, por ejemplo; yo era un niño cuando esos turcos, con gorro y barba, empezaron a llegar a Guayaquil. Fueron la peor plaga, con su costumbres mafiosas, su comportamiento criminal y su irrespeto por todo. Lo corrompieron todo y ahora, gracias a ello, son dueños del país. Lo mismo sucedió con los colombianos recientemente, con los chinos en ciertas zonas y, como olvidarlo, con los venezolanos y neogranadinos al inicio de la república.

Los cubanos son una de las peores influencias a las que se puede exponer el ecuatoriano. Los conozco bien, desde hace décadas, de mis estadías en Estados Unidos y mis labores gubernamentales. El cubano es un peligroso híbrido que combina la mezquindad y el resentimiento del indio, la astucia y codicia del montubio, y la lujuria, precariedad y aguante del negro. Francamente, me es difícil imaginar una raza más proclive a entregarse a los vicios capitales.

El cubano ya era así por la mala mezcla de la que nació. El comunismo y su sistema dictatorial no han hecho sino agravar la degeneración. En tanto un ser humano común nacido en una civilización corriente piensa en qué hacer, qué aprender, qué administrar, para ganarse la vida, el cubano solo piensa en a quién debe agradar y a quién debe arruinar. A la larga, de eso depende en el comunismo caribeño que alguien viva bien, viva mal o muera. Los ecuatorianos somos niños de pecho frente a esos monstruos, que se han pasado arrastrando y lamiendo botas desde 1959, vendiéndose unos a otros como ratas alborotadas.

Me opongo a los cubanos. Nuestro pueblo está ya suficientemente confundido. Exponerlo a la influencia cubana sería una soberbia que pagaríamos con una impensable propagación de vicios y prácticas aberrantes hasta hoy desconocidas. No podemos repetir el error que cometimos con los libaneses. ¡Patria o muerte! Lo digo en serio.

jueves, 4 de marzo de 2010

Uno por la Patria

Saludos, estimados amigos y coidearios. Gracias por tomarse, una vez más, la molestia de leer mi humilde columna que, semanalmente, elaboro con tanta dedicación y buena fe. Tengo la dicha de anunciarles que mis calamidades familiares han llegado, desde esta semana, oficialmente a su fin.

Mi señora esposa ha tenido un súbito momento de debilidad, combinado con un arranque de amor y soledad, y me ha aceptado de regreso. No solo de regreso en la casa, sino también en su corazón y en su lecho (olvídenlo, no entraré en detalles, ya que un caballero no tiene memoria).

Con mi hija sucedió algo similar. Aparentemente el médico le recetó algo fuerte, porque el viernes pasado estaba absolutamente cariñosa y abnegada conmigo. Lo único que me preocupó es que estaba empleando la misma voz, los mismos gestos y el mismo vocabulario de cuando tenía entre nueve y once años.

En fin, mi alegría fue tal que decidí organizar una cena familiar con toda mi prole. Sentí un súbito deseo de reunirme con mi mujer, hijos, nietos y mi bisnieto. Cabe recalcar que eso excluiría a mi yerno y mis nueras (fundamentalmente a éstas últimas, que me desagradan sobremanera), fundamentalmente por motivos económicos, ya que cuesta un mundo alimentar a casi treinta bocas. Pese a ello, mi esposa insistió en incluir a todos así que, ni modo, tocó pedir cuota; lo cual en mi familia equivale siempre a que el esposo de mi hija terminará pagando todo, porque mis hijos no tienen y, así tuvieran, las muertas de hambre de sus mujeres les regatearían hasta el último centavo.

Nos reunimos todos. No pude evitar recordar una ocasión, yo habré tenido unos quince años, en que nos reunimos toda mi familia en la hacienda, a inicios de los años cincuentas. Estaban mis abuelos, mis padres, mis tíos, todos mis primos. Éramos una familia inmensa. Recuerdo haber observado al abuelo, Don Galo Augusto Cordovéz Riofrío, que para ese momento tenía más de noventa años, sentado en la cabecera. En ese entonces, joven y ya metido de cabeza en las angustias de la vida, pensé en la mucha satisfacción que debía sentir mi abuelo al ver, al cabo de una vida de esfuerzo, que dejaba dos generaciones de su familia con el futuro asegurado, la semilla bien guarecida. Carajo, ¡qué hombre era Don Galo!

Esa es la desgracia que me ha tocado vivir. No está bien maldecir ni ser ingrato, pero admito que ayer me carcomía la rabia. Recordaba la sala de la hacienda, mi familia, Don Galo, toda esa solemnidad. Ochenta años después, cuando debería yo estar ahora tomando el lugar de Don Galo, lo que me toca es un departamento percudido de La Granja, comiendo en mesa y sillas Pika mientras mi yerno ve todo con cara de asco y los nietos no paran bola, sino que juegan a bailar reguetón, o como se diga. Y mis hijos, ¡Señor, lo peor son mis hijos! Qué falta de educación, que mal vestir, que sentido del humor tan vulgar, falta de roce social, un nivel de conversación desastroso. No entiendo cómo no lo vi venir. Y, claro, obvio, metidos hasta el cuello en problemas económicos y sin poder dejar de hablar de ello.

Pasé la tarde sumido en la melancolía luego de ese encuentro. Afortunadamente, tenía nuevamente conmigo a mi señora para consolarme. Es increíble como la desgracia, la calamidad y la decadencia son poderosos afrodisíacos que despiertan el amor. Al ver la sinceridad y el cariño con el que me abrazaba, pese a ser un fracasado a carta cabal, sentí que la quería más que nunca.

Pero todo deja lecciones. Cuando bajé al parque a caminar me encontré con la vecina jugando con su hija. La señora tiene poco más de 30 años y su hija alrededor de 12. Qué criaturas más hermosas, qué educadas, que alegría que de vivir que irradiaban. Y claro, la señora, yo lo sé, no es más que la hija ilegítima de Fabián, un amigo mío de infancia que ya descansa en paz. Su madre fue una machaleña que Fabián se trajo en calidad de amante y a la que, justamente, dio de regalo un departamento en La Granja. Claro que con el tiempo a mi amigo se le pasó la novedad, fue envolviéndose nuevamente con su familia y la señora machaleña pasó al olvido. Pero, ¡he ahí el hermoso fruto de esa pasión!

Con las mujeres también sucede, debo admitirlo. Un elegantísimo e inteligente hombre público, cuyo nombre omito por respeto, es el hijo que una prima mía tuvo con escasos dieciséis años, siendo el padre un comerciante libanés muy pobre, casado, que rondaba los cuarenta y la sedujo furtivamente en una de sus visitas de ventas que hacía a la casa de ella. Fue un escándalo terrible y hasta quisieron que yo, que tenía veinte, me sacrificara por la familia y me casara con ella, asumiendo el crío. Valga decir que me negué.

Sin embargo, ahora que veo a ese bastardo (hay que llamar a las cosas por su nombre) no puedo sino impresionarme. ¡Qué belleza, qué estirpe, qué clase de ese sujeto! Más aún si lo comparo, por ejemplo, con mis retoños. Si ese tipo no tiene al menos treinta hijos sería un desperdicio. Es como con mi hija, excepción en tanto y en cuanto proviene de otra raíz.

Hay que mantener siempre la familia y el matrimonio como lo que son, es decir, pilares de nuestra sociedad. No obstante, todos sabemos que la lujuria y la belleza no suelen estar muy presentes en las bodas correctas y convenientes. Por eso, por mejora de nuestro pueblo, embellecimiento del mundo y progreso de la humanidad, creo que es importante que todos intentemos siempre tener, además de nuestra familia, un hijito extra por la Patria, con una mujer diferente, que sea bella, saludable y llena de vigor. Trae problemas a corto plazo, pero inmensas alegrías al final de cuentas. Sería un hermoso paso hacia un mundo mejor. Escuchen la voz de la experiencia.