viernes, 19 de marzo de 2010

Con el alma abollada

Estimados hermanos de lucha y credo, una semana más vengo frente a ustedes con mis humildes reflexiones bajo el brazo. A mi edad quizás comprendan el valor que puede llegar a tener para un anciano el contar con una valerosa pléyade de lectores que, aunque distantes quizás, son capaces de entender sus estigmatizados puntos de vista. Ahora entiendo porque mi abuelo y mi padre siempre me enseñaron a escuchar con deferencia a los mayores. “Hay que respetar las canas” me decían. No solo es por lo mucho que uno aprende sobre la vida y el ser humano de sus bocas, sino por el regocijo que trae a sus añejas almas. Hoy, orgullosamente, siento que cosecho aquello que, de niño, sembré.

Me imagino que se pueden dar cuenta de que me encuentro afligido. Un reciente incidente me ha llevado a pensar con respecto a mis últimas semanas. ¿Cómo iba a saber yo que una de mis cuñadas trabajaba en la Secretaría de los Pueblos? ¿Que una entrañable amistad la unía a la negrita Ocles y a este indio Hernández que osa emplear el nombre de Virgilio? ¿Que era de confesión evangélica y frecuentaba una iglesia llena de cubanos? ¿Que mis nietos estudian en un colegio llamado América Latina en el que todos sus amiguitos son hijos de marxistas y masones que han doblado el lomo ante el indio, el negro y la mujer?

Nada de eso sabía yo. Y ahora resulta que Epaminondas, de seis añitos, el único nieto que me admira y respeta, se ha convertido en un apestado. El nombre de Epaminondas lo elegí yo, a manera de último deseo cuando sufrí un derrame cerebral y parecía que iba a morir, en honor al brillante y valeroso general tebano. Sus padres accedieron, imaginando que mi muerte era inminente, aunque después se lo cambiaron. Ahora le dicen Matías, pero para mí sigue siendo Epaminondas. En fin, el pequeño tebano, le digo así de cariño, tiene por mí tan profunda devoción que sus padres desde hace mucho le impiden venir donde mí a forjar su carácter y recibir su formación religiosa y política. No obstante, ya sabe leer sus primeras letras y fue capaz de encontrarme en ecuadorinsensato.com. Sin perder un segundo, compartió con sus compañeritos y profesores mis reflexiones, con todo el entusiasmo que se puede esperar de una criatura inocente movida solo por las más nobles intenciones.

Sucedió algo terrible. Al enterarse, profesores y padres de familia exigieron la salida de Epaminondas. Sus amiguitos, por órdenes paternas, lo marginaron inexorablemente y le endosaron el mote cruel de “el facho chiro”, evidentemente inventado por alguno de esos marxistoides padres y profesores desalmados y abusivos. El apellido Cordovez se convirtió en fuente de burla y deshonra, y mi nieto en un paria.

Me enteré de ello este martes, cuando vinieron mi hijo y su mujer a reclamarme. Me exigían que escribiese una carta abierta, pidiendo perdón, la cual debía ser publicada en ecuadorinsensato.com y leída en el patio del colegio el lunes. También me ordenaban abandonar mi espacio en ecuadorinsenato.com. Me amenazaron con desaparecer de mi vida y nunca más permitirme ver a Epaminondas si me negaba. Pero eso no fue todo. En medio de la discusión sentí una ira incontenible al ver cómo la entrometida runa de mi nuera no mostraba el más mínimo respeto hacia mí, sin que mi hijo diera una mínima muestra de conducción viril. “Puedes hacer lo que quieras”, le dije a mi hijo, ignorando a la insolente. “Pero quiero que sepas que, desde mi tumba, maldeciré hasta la eternidad el momento en el que renegaste de tu origen para ponerte al servicio de los ponchos rojos y las faldas sediciosas. Eres una vergüenza y una deshonra para todas las generaciones de Cordóvez que te precedieron y rigieron estos páramos”, sentencié.

Fue en ese momento trágico en que mi hijo me dijo “a diferencia de vos, yo no soy ni envidioso ni resentido y trato a la gente lo suficientemente bien como para que a tu edad tenga de qué vivir”. Por respeto a mi sangre, no ahondaré en las implicaciones de esa frase y en los sentimientos que despertó en mí. Me niego a dar realce a ese hijo que hoy aborrezco.

Debo, empero, reconocer que arrastro cierta amargura en mi alma. Hubiese querido ser capaz, como mi padre, mis abuelos y todos los que los precedieron, de dejar un legado de fortuna y porvenir a mi prole. Hubiese querido que mis nietos me amasen y admirasen como yo lo hice con mis antepasados y éstos con los suyos. Hubiese querido compartir con ellos todo lo que aprendí y viví. Hubiese querido ser un personaje conocido y respetado en los cuatro cantos de este país, como lo fueron mis ancestros. Lamentablemente, no es así. Tomé decisiones incorrectas en mi vida y las circunstancias no contribuyeron a paliar sus terribles consecuencias. Por ello, asumo hoy mi desdicha, pero con la frente en alto porque, a diferencia de los rojos, los indios o las subversivas, yo no culpo al resto de mis desaciertos.

Decidí emular a aquel general español al que, durante la Guerra Civil, los sitiadores le advirtieron que de no rendir el Alcázar de Toledo fusilarían a su hijo que mantenían prisionero. “Hijo, encomienda tu alma a Dios y al momento del fusilamiento grita ‘Viva España’, para morir como un caballero”, fue lo último que le dijo el general a su hijo cuando pusieron a éste al teléfono para demostrar que estaba con vida. Así, mi gran lector y amigo el Nando me enseñó a emplear las valiosas herramientas del Facebook y el MSN Messenger para ponerme en contacto con el pequeño Epaminondas. Le expliqué, a través de los canales virtuales, que era hoy su deber resistir con hidalguía, que todos los grandes hombres atravesaron momentos similares, que más adelante cuando creciera debería adoptar el nombre de Epaminondas y defender el legado Cordovez. Debería, ante todo, defender su raza, su tradición, su familia y su religión de las amenazas del color que fuesen. Luego, me despedí para siempre. Estoy seguro de haber sembrado una semilla.

Espero me perdonen el ánimo que hoy me embarga.

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