jueves, 4 de marzo de 2010

Uno por la Patria

Saludos, estimados amigos y coidearios. Gracias por tomarse, una vez más, la molestia de leer mi humilde columna que, semanalmente, elaboro con tanta dedicación y buena fe. Tengo la dicha de anunciarles que mis calamidades familiares han llegado, desde esta semana, oficialmente a su fin.

Mi señora esposa ha tenido un súbito momento de debilidad, combinado con un arranque de amor y soledad, y me ha aceptado de regreso. No solo de regreso en la casa, sino también en su corazón y en su lecho (olvídenlo, no entraré en detalles, ya que un caballero no tiene memoria).

Con mi hija sucedió algo similar. Aparentemente el médico le recetó algo fuerte, porque el viernes pasado estaba absolutamente cariñosa y abnegada conmigo. Lo único que me preocupó es que estaba empleando la misma voz, los mismos gestos y el mismo vocabulario de cuando tenía entre nueve y once años.

En fin, mi alegría fue tal que decidí organizar una cena familiar con toda mi prole. Sentí un súbito deseo de reunirme con mi mujer, hijos, nietos y mi bisnieto. Cabe recalcar que eso excluiría a mi yerno y mis nueras (fundamentalmente a éstas últimas, que me desagradan sobremanera), fundamentalmente por motivos económicos, ya que cuesta un mundo alimentar a casi treinta bocas. Pese a ello, mi esposa insistió en incluir a todos así que, ni modo, tocó pedir cuota; lo cual en mi familia equivale siempre a que el esposo de mi hija terminará pagando todo, porque mis hijos no tienen y, así tuvieran, las muertas de hambre de sus mujeres les regatearían hasta el último centavo.

Nos reunimos todos. No pude evitar recordar una ocasión, yo habré tenido unos quince años, en que nos reunimos toda mi familia en la hacienda, a inicios de los años cincuentas. Estaban mis abuelos, mis padres, mis tíos, todos mis primos. Éramos una familia inmensa. Recuerdo haber observado al abuelo, Don Galo Augusto Cordovéz Riofrío, que para ese momento tenía más de noventa años, sentado en la cabecera. En ese entonces, joven y ya metido de cabeza en las angustias de la vida, pensé en la mucha satisfacción que debía sentir mi abuelo al ver, al cabo de una vida de esfuerzo, que dejaba dos generaciones de su familia con el futuro asegurado, la semilla bien guarecida. Carajo, ¡qué hombre era Don Galo!

Esa es la desgracia que me ha tocado vivir. No está bien maldecir ni ser ingrato, pero admito que ayer me carcomía la rabia. Recordaba la sala de la hacienda, mi familia, Don Galo, toda esa solemnidad. Ochenta años después, cuando debería yo estar ahora tomando el lugar de Don Galo, lo que me toca es un departamento percudido de La Granja, comiendo en mesa y sillas Pika mientras mi yerno ve todo con cara de asco y los nietos no paran bola, sino que juegan a bailar reguetón, o como se diga. Y mis hijos, ¡Señor, lo peor son mis hijos! Qué falta de educación, que mal vestir, que sentido del humor tan vulgar, falta de roce social, un nivel de conversación desastroso. No entiendo cómo no lo vi venir. Y, claro, obvio, metidos hasta el cuello en problemas económicos y sin poder dejar de hablar de ello.

Pasé la tarde sumido en la melancolía luego de ese encuentro. Afortunadamente, tenía nuevamente conmigo a mi señora para consolarme. Es increíble como la desgracia, la calamidad y la decadencia son poderosos afrodisíacos que despiertan el amor. Al ver la sinceridad y el cariño con el que me abrazaba, pese a ser un fracasado a carta cabal, sentí que la quería más que nunca.

Pero todo deja lecciones. Cuando bajé al parque a caminar me encontré con la vecina jugando con su hija. La señora tiene poco más de 30 años y su hija alrededor de 12. Qué criaturas más hermosas, qué educadas, que alegría que de vivir que irradiaban. Y claro, la señora, yo lo sé, no es más que la hija ilegítima de Fabián, un amigo mío de infancia que ya descansa en paz. Su madre fue una machaleña que Fabián se trajo en calidad de amante y a la que, justamente, dio de regalo un departamento en La Granja. Claro que con el tiempo a mi amigo se le pasó la novedad, fue envolviéndose nuevamente con su familia y la señora machaleña pasó al olvido. Pero, ¡he ahí el hermoso fruto de esa pasión!

Con las mujeres también sucede, debo admitirlo. Un elegantísimo e inteligente hombre público, cuyo nombre omito por respeto, es el hijo que una prima mía tuvo con escasos dieciséis años, siendo el padre un comerciante libanés muy pobre, casado, que rondaba los cuarenta y la sedujo furtivamente en una de sus visitas de ventas que hacía a la casa de ella. Fue un escándalo terrible y hasta quisieron que yo, que tenía veinte, me sacrificara por la familia y me casara con ella, asumiendo el crío. Valga decir que me negué.

Sin embargo, ahora que veo a ese bastardo (hay que llamar a las cosas por su nombre) no puedo sino impresionarme. ¡Qué belleza, qué estirpe, qué clase de ese sujeto! Más aún si lo comparo, por ejemplo, con mis retoños. Si ese tipo no tiene al menos treinta hijos sería un desperdicio. Es como con mi hija, excepción en tanto y en cuanto proviene de otra raíz.

Hay que mantener siempre la familia y el matrimonio como lo que son, es decir, pilares de nuestra sociedad. No obstante, todos sabemos que la lujuria y la belleza no suelen estar muy presentes en las bodas correctas y convenientes. Por eso, por mejora de nuestro pueblo, embellecimiento del mundo y progreso de la humanidad, creo que es importante que todos intentemos siempre tener, además de nuestra familia, un hijito extra por la Patria, con una mujer diferente, que sea bella, saludable y llena de vigor. Trae problemas a corto plazo, pero inmensas alegrías al final de cuentas. Sería un hermoso paso hacia un mundo mejor. Escuchen la voz de la experiencia.

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